Hay momentos en la historia en que la figura de un líder refleja con claridad el estado de una nación.
En México, dos nombres —Luis Donaldo Colosio y Carlos Manzo— representan esa clase de liderazgo, que no se impone desde el poder, sino que se construye desde la sensibilidad hacia lo colectivo.
Aunque sus trayectorias fueron distintas y sus tiempos lejanos entre sí, ambos compartieron un mismo horizonte: la necesidad de transformar la relación entre gobierno y sociedad desde una visión ética, honesta y profundamente humana.
Luis Donaldo Colosio emergió como un político formado dentro del sistema, pero no por ello indiferente a sus fallas.
Su discurso no fue de confrontación directa, sino de profunda reflexión institucional. Al recorrer el país como candidato a la Presidencia de México, Colosio no se encontró con cifras, sino con realidades.
Escuchó el desencanto, la desigualdad, el vacío que dejaban las estructuras cuando la justicia se volvía inaccesible. Fue entonces que, en un ejercicio de responsabilidad, se desmarcó del discurso tradicional.
“Veo un México con hambre y con sed de justicia” no fue una consigna de campaña. Fue una síntesis de país.
Esa afirmación evidenció que Colosio había entendido que gobernar no era sostener el orden, sino corregir sus excesos.
Su mensaje planteaba un nuevo pacto entre poder y ciudadanía, uno que implicaba riesgos, pero también la posibilidad de regeneración institucional.
Carlos Alberto Manzo Rodríguez, Presidente Municipal de Uruapan, representa otra vertiente de este mismo impulso transformador.
Desde lo local, propuso una forma de gobierno cercana, sobria y comprometida con la integridad pública. Fundador del Movimiento del Sombrero, asumió el ejercicio del poder como un deber cívico, no como privilegio.
Su voz no se alzó desde la denuncia abstracta, sino desde la descripción puntual del daño que la inseguridad, la corrupción e impunidad infligía a la población.
Se dirigió al Gobierno de la República, al Ejecutivo estatal y a las fuerzas federales, no con estridencia, sino con solicitud clara de apoyo.
Pero más allá de las instituciones, fue hacia la sociedad a quien más convocó. Su llamado buscaba que los ciudadanos se asumieran como corresponsables del orden democrático. Esa respuesta no llegó a tiempo.
Colosio y Manzo, aunque distantes en tiempo y contexto, compartieron la capacidad de conectar con el sentimiento social; su discurso siempre era conseguir juntos el bien para todos.
Uno, desde la más alta aspiración nacional. El otro, desde el ámbito municipal. Ambos confluían en una misma lógica: pensar que el poder es una herramienta de servicio al pueblo.
La ciudadanía se sentía identificada en sus discursos, no por el cargo que ocupaban, sino por el lenguaje que empleaba y la cercanía en que los hacía sentir.
Había en ellos un potencial que el país difícilmente ha sabido sostener. Si Colosio hubiese llegado a la presidencia, y si Manzo hubiera seguido su curso político como candidato independiente —posiblemente a la gubernatura y más adelante a la Presidencia— México tendría hoy un referente distinto de liderazgo civil.
Sus trayectorias invitan a una reflexión mayor: ¿puede una democracia sostenerse sin compromiso social? ¿Pueden emerger liderazgos sólidos si no existe una sociedad que los respalde de manera activa?
El legado de ambos, no puede resumirse en un luto institucional. Debe traducirse en una conciencia colectiva que comprenda que los liderazgos honestos requieren de una ciudadanía presente, organizada y exigente.
Colosio y Manzo no buscaron romper con el sistema por estrategia, sino por convicción.
Y es precisamente esa cualidad la que los convierte en referentes del tipo de política que aún es posible construir: una política que escuche, que proponga, que sirva. El país los necesita no como memoria, sino como modelo.
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