En la política exterior estadounidense siempre ha existido una tendencia al maniqueísmo, dividiendo al mundo en buenos y malos, amigos y enemigos. Hoy, nos encontramos ante una nueva forma de saber quién es amigo o enemigo de los Estados Unidos, o más específicamente, de Donald Trump: el tamaño del arancel que se le impone. La diplomacia tradicional usaba sanciones, bloqueos o vetos financieros como castigos, basta recordar los embargos a Cuba o las restricciones a Venezuela. Pero con Trump, la señal es arancelaria: si te impone un 25%, claramente no eres de los suyos; si te deja en 10%, puedes considerarte afortunado.

La política comercial ha sustituido a la política exterior. Y es en ese terreno donde se ha librado una de las batallas más volátiles del siglo XXI. Países que históricamente fueron aliados ahora son objeto de tarifas proteccionistas. Y los que antes eran enemigos, pueden aspirar a mejores condiciones si son útiles para los intereses del momento. Se trata de una diplomacia de premios y castigos, pero en versión fiscal, que apunta directamente a la línea de flotación de las economías extranjeras.

México ha vivido esta montaña rusa diplomática como ningún otro país. En al menos tres ocasiones (en este nuevo periodo), Trump ha amenazado con aranceles generalizados, solo para retirarlos en el último minuto tras extrañas negociaciones bilaterales. Esas “victorias” estadounidenses han costado caro: la extradición de 29 líderes del narco, la detención de buena parte de la cúpula del Cártel de Sinaloa en cárceles estadounidenses, y una creciente lucha por las plazas del crimen organizado, particularmente en Sinaloa. Las tensiones internas mexicanas han sido la moneda de cambio para evitar nuevos gravámenes, mientras las autoridades locales lidian con la violencia generada por el reacomodo del poder criminal.

El mensaje es claro: la diplomacia se ha vuelto transaccional. Ya no se negocia entre iguales, sino entre demandantes y proveedores de favores. El costo geopolítico lo paga México, pero el beneficio político lo capitaliza Trump, quien ha vendido estos logros como éxitos de su mano dura. Y en ese contexto, el equilibrio fronterizo se ha vuelto cada vez más frágil.

La Unión Europea tampoco ha salido ilesa. Al imponerle tarifas al acero, al aluminio y a productos agrícolas, Trump dejó claro que Bruselas ya no es un “aliado fuerte”. Y, como si no bastara, reiteró que ya no comparten enemigos comunes. Para Europa, Rusia sigue siendo una amenaza; para Trump, es un socio potencial. En la era Trump, el enemigo compartido que cimentó la OTAN parece desvanecerse, y con ello, el sentido mismo de la alianza atlántica.

La consecuencia ha sido una creciente voluntad de independencia económica y militar europea. La UE ha empezado a mirar hacia adentro: habla de autonomía estratégica, de un ejército europeo, y de diversificar sus mercados más allá de Washington. Paradójicamente, Trump ha logrado lo que Moscú siempre soñó: una Europa más alejada de Estados Unidos, más escéptica ante su antigua relación privilegiada, y dispuesta a reconfigurar su arquitectura de seguridad y comercio.

Pero ningún país ha enfrentado a Trump con tanta firmeza como China. Pekín no ha reculado ante los aranceles. Ha respondido con medidas equivalentes, ha aumentado sus cadenas de suministro y ha consolidado su presencia en África, Asia y América Latina. Lejos de intimidarse, ha demostrado que su conocimiento profundo del comercio global y su inserción estratégica en los mercados le permiten resistir, negociar y —sobre todo— contraatacar. No ha sido una reacción emocional, sino una estrategia fría, paciente, milimétrica. China no solo juega ajedrez; es el tablero mismo. Y en ese tablero, Trump parece más un jugador impaciente que un estratega.

Trump ha encendido fuego por todo el mundo con su diplomacia arancelaria. Y aunque aún no se ha traducido en guerras abiertas, han redibujado las líneas de influencia global. Europa se distancia, México cede, y China resiste. En un mundo donde la geopolítica se mide en tarifas y cadenas de valor, el liderazgo se gana en el campo del comercio, no en los campos de batalla.

Cuando el humo se disipe, no será difícil adivinar quién habrá salido fortalecido: China, la única potencia capaz de mirarle a los ojos a Estados Unidos y no parpadear. El ajedrez mundial está en curso. Y todo indica que cuando la partida se estabilice, el nuevo hegemón será asiático.

Internacionalista. @avzanatta

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