A menudo en países como México, donde el Estado es formalmente laico, se olvida que el Papa no es solo el líder espiritual de millones de católicos, sino también el jefe de Estado del Vaticano, el país más pequeño del mundo con apenas 0.44 km². Y, sin embargo, su poder simbólico, diplomático y político trasciende con creces a muchos Estados con banderas más grandes. Su influencia no se mide por territorio, sino por capacidad de interlocución global.
La historia ofrece pruebas contundentes: en 1978, el Papa Juan Pablo II jugó un papel decisivo como mediador entre Argentina y Chile durante la disputa por el Canal de Beagle. La tensión bordeaba el conflicto armado, pero la intervención del Vaticano permitió un acuerdo que evitó una guerra entre dos países hermanos. Más recientemente, en 2014, el Papa Francisco —argentino y jesuita— fue pieza clave en la reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, tras más de medio siglo de hostilidades. Ambos casos muestran que la diplomacia vaticana, aunque discreta, es profundamente efectiva.
Hoy, el mundo arde. La guerra en Ucrania se ha vuelto un pantano geopolítico sin horizonte claro. En Gaza, la violencia amenaza con una regionalización del conflicto. Las tensiones entre India y Pakistán se mantienen al borde del abismo, mientras resurgen viejas prácticas proteccionistas como la guerra comercial impulsada por Donald Trump. En este tablero global, la figura del nuevo Papa —León XIV— adquiere relevancia inmediata.
Al elegir ese nombre, León XIV se inscribe simbólicamente en la estela de León XIII, el Papa que a fines del siglo XIX enfrentó los efectos sociales de la Revolución Industrial. Hoy, su sucesor se prepara para abordar una nueva revolución: la tecnológica. Inteligencia artificial, vigilancia masiva, biotecnología y concentración digital son desafíos de magnitud comparable. Su elección de nombre no es casual: es un llamado de atención sobre el rumbo acelerado y desigual que toma el desarrollo científico sin guía ética.
León XIV comparte así la preocupación de potencias como Estados Unidos y China por el impacto de la tecnología en la humanidad, pero lo hace desde una óptica distinta: humanista, crítica del modelo neoliberal, y con capacidad de convocatoria global. El Papa no tiene ejército ni votos en la ONU, pero su palabra resuena donde otros callan.
Para México, la elección de un Papa estadounidense pero no alineado con la nueva administración Trump, y además profundamente conocedor de América Latina, representa una oportunidad singular. No es solo el líder religioso de millones de mexicanos: es un interlocutor estratégico. Su visión crítica del nacionalismo excluyente y del modelo económico centrado en la desigualdad puede abrir espacios para una mediación renovada entre Estados Unidos y América Latina, en un momento donde se avecinan tensiones tanto por migración como por comercio.
Por ello, la asistencia de la presidenta Claudia Sheinbaum a su nombramiento, en calidad de jefa de Estado y no como creyente, habría sido una decisión geopolíticamente inteligente. El Vaticano no es solo un símbolo: es un actor. Y en un sistema internacional donde sobran los “caudillos” pero escasean los mediadores, México haría bien en reforzar lazos con quien puede ser un puente, no un muro. Porque el Papa no solo bendice: también negocia, y su voz puede ser clave en contextos complejos como el que atraviesa México, tanto en su relación con Estados Unidos y como con el resto del mundo.