Las recientes movilizaciones sociales a lo largo del continente han puesto de manifiesto la necesidad de una serie de reformas estructurales. Más allá de que se reconozca la diversidad de los actores sociales emergentes, hay una configuración de ideas compartidas que denotan que la sociedad cambió y, por tanto, también su relación con el poder político y sus instituciones.

Buena parte del análisis de este 2020 se ha concentrado en la pandemia del COVID19, sin embargo, sin este evento, la atención estaría en la investigación profunda y la búsqueda de respuestas a las importantes movilizaciones sociales que se han suscitado desde el 2019.

Baste recordar, por ejemplo, las movilizaciones que se dieron en Ecuador, Colombia, Chile y Estados Unidos. En los últimos dos casos, geográficamente opuestos, encontramos una muestra de que aquello que por un buen tiempo dimos por hecho, como la estabilidad democrática y los altos niveles en sus índices de calidad vida (en comparación con la mayoría de la región) eran solamente la fachada que disimulaba lo que en otros países de la región era evidente: una gran desigualdad social, hartazgo político y una discordancia entre la arcaica normatividad jurídica e institucional que ahogaba la demanda social.

En estos, como en otros casos –y me refiero a Ecuador, México y, recientemente, Perú- uno de los puntos que más ha llamado la atención de los medios y las organizaciones de la sociedad civil es el enfrentamiento con la policía y los niveles de violencia con que han respondido los cuerpos responsables del orden público.

La llamada “brutalidad policial” y la violación de derechos humanos que de esta deriva -que va desde lenguaje e insultos discriminatorios, golpes, actos de tortura, homicidio ilegítimo o el uso indiscriminado de la fuerza- tiene una profunda relación con la idea equivocada y, por cierto, extendida por los gobiernos, de que el orden público va de la mano con la preservación y, por tanto de la salvaguarda del poder político (de turno).

Esto, junto a la deteriorada relación de la sociedad con sus policías, es la manifestación del deterioro con la institucionalidad política y por tanto pone manifiesto la falta de un elemento fundamental para su funcionamiento: la autonomía de las policías.

En el caso de la policía mexicana se arrastran años de bajos niveles de confianza, poca capacitación, bajos salarios y altos índices de corrupción, situaciones que han incentivado la formación de la Guardia Nacional, un cuerpo compuesto por más del 80% de miembros de las Fuerzas Armadas y que en su corto año de vida ya se ha visto envuelto en distintas y graves acusaciones.

Así, en este caso –tal como en otros, como el de Carabineros de Chile, un cuerpo que por mucho se mostraba como modelo de disciplina, profesionalización, eficiencia y que gozaba de los más altos niveles de confianza, hasta el estallido social de 2019- se ha puesto de manifiesto la necesidad urgente de una profunda reforma que, sin embargo, a la luz de los sesgados ojos de los gobiernos de turno, aparenta no tener prisa.

Aun así, la necesidad de reforma es evidente, partiendo por la estricta necesidad de que las legislaciones de los países deban contemplar –y respetar estrictamente- las orientaciones dadas por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

Ejemplo de lo anterior es la Ley del Uso de la Fuerza que se aprobó en México. Dicha ley ha sido altamente señalada por organismos como Amnistía Internacional, ya que no precisa que se haga un uso mínimo de la fuerza por parte de los policías y además, no limita el uso de los medios letales como último recurso y cuando sea estrictamente necesario para garantizar la vida de otros.

Actualmente, es fundamental poner atención en la reforma policial, antes de que las movilizaciones se acentúen (sobre todo en México) más vale tomar medidas de adecuación y prevención (con mirada de futuro y atención a lo que está pasando en contexto latinoamericano), que tener que lamentar después la ola de eventos que –como queda demostrado en otras partes del continente- derrumba por completo el pilar institucional sobre el cual se apoya la seguridad y el orden interior de los estados.

La policía es un indicador más de la necesidad de un nuevo pacto social, pero no es cualquier actor, es uno decisivo para que exista el escenario para consolidar las reformas en los demás ámbitos y, por cierto, la continuidad del Estado. Así pues, las reformas policiacas corresponden a la necesidad de recobrar en sí misma la seguridad pública, el respeto a los derechos humano y que de paso un nuevo pacto político que ponga fin a nuestro antiguo régimen en el que las demandas y las movilizaciones sociales –y las desigualdades de las que eran reflejo- eran desatendidas en post de la conservación y mantención en el poder de uno u otro gobierno.

@avzanatta

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