La reciente cadena de conflictos diplomáticos de México con Ecuador y Perú revela algo más profundo que simples diferencias políticas: exhibe una preocupante desconexión entre la política exterior y la realidad criminal que atraviesa a la región. Mientras los gobiernos se enfrentan en pleitos ideológicos, el crimen organizado, que sí opera con pragmatismo y estrategia, aprovecha el caos. En otras palabras: a río revuelto, ganancia de criminales.

La crisis con Ecuador, provocada por la irrupción policial en la embajada mexicana para detener al exvicepresidente Jorge Glas, merece una condena firme. Fue una violación clara a la soberanía diplomática. Pero eso no implica que la respuesta mexicana tenga que quedarse en la indignación moral o en la ruptura automática. La decisión de otorgar asilo a Glas fue más ideológica que estratégica, y la reacción posterior terminó generando justo lo que México menos necesita: un quiebre con un país que, es hoy una bodega logística del narcotráfico. Puertos, rutas y territorio ecuatoriano están profundamente infiltrados por organizaciones que colaboran con los cárteles mexicanos. Romper puentes en lugar de reforzar cooperación solo facilita que esas redes se fortalezcan sin supervisión compartida.

El caso con Perú repite la misma lógica. El asilo a Betssy Chávez, ex primera ministra acusada de conspiración, fue leído por Lima como otra injerencia ideológica. El resultado: relaciones congeladas con un país que es uno de los mayores productores de cocaína del mundo y que, además, comparte rutas, mercados y problemáticas que afectan directamente a México. En lugar de profundizar acuerdos para enfrentar el tráfico transnacional, terminamos envueltos en una disputa que beneficia únicamente a quienes controlan el cultivo, el procesamiento y el envío de la droga que llega, finalmente, al territorio mexicano.

Ambos episodios muestran un patrón: una política exterior que confunde simpatías políticas con estrategia. El asilo no es un acto simbólico inofensivo; es una herramienta diplomática que, usada sin cálculo, puede generar tensiones que afectan la seguridad regional. Y en una región donde los grupos criminales se coordinan, se comunican, se asocian y ajustan su logística con una velocidad que los gobiernos no igualan, las fracturas diplomáticas son un lujo peligroso.

México debe condenar, sí, lo ocurrido en la embajada en Quito. Pero también debe evitar que esa condena se convierta en un berrinche diplomático que distraiga del objetivo principal: debilitar las redes criminales que ya operan con alcance continental. El crimen organizado tiene mapas, estrategias, alianzas. Los gobiernos, en cambio, parecen dejarse llevar por impulsos ideológicos que abren más brechas de las que cierran.

Si algo debería enseñarnos esta crisis es que la diplomacia no puede usarse para hacer declaraciones simbólicas mientras los grupos criminales consolidan rutas, territorios y complicidades. Porque cuando la política exterior se maneja con emociones y no con estrategia, lo único que logramos es lo que dice el viejo refrán: a río revuelto… ganancia de criminales.

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