Tras largos meses de análisis, discusión y una construcción consensuada y plural, esta semana fue aprobada por unanimidad en el Senado la primera Ley General de Educación Superior en nuestro país, luego de que la reforma constitucional de 2019 estableciera su obligatoriedad y la necesidad de un fondo federal especial para garantizarla.
La minuta que será discutida y seguramente aprobada en la Cámara de Diputados, deroga la Ley para la Coordinación de la Educación Superior que no se había modificado desde 1978 y sienta las bases para la coordinación de un Sistema Nacional de Educación Superior y ojalá, para garantizar el financiamiento que demandan las poblaciones estudiantil y académica.
Una norma que adquiere especial relevancia tratándose de un derecho fundamental vinculado a la promesa de “no más rechazados”, que generó esperanza en uno de los públicos objetivo prioritarios del actual gobierno federal: la juventud mexicana.
Un proceso legislativo ordenado y respetuoso, como pocos en estos tiempos, que hay que reconocer a senadores y diputados de todos los partidos, así como a la Secretaría de Educación Pública. Sin embargo, hizo falta resolver el único factor real para lograr que cualquier persona acceda al nivel de educación superior en condiciones de igualdad y calidad: el presupuesto.
La nueva ley establece la definición de gratuidad como las acciones que promueva el Estado para eliminar progresivamente los cobros de las instituciones públicas de educación superior (IES) a estudiantes por conceptos de inscripción, reinscripción y cuotas ordinarias, recursos que hoy en muchas de éstas representan la mitad de sus ingresos.
Se incluyó la definición de obligatoriedad como las acciones que promueva el Estado para apoyar el incremento de la cobertura de educación superior, mejorar la distribución territorial y la diversidad de la oferta educativa, lo que debería evitar que el presupuesto se destine solo a las Universidades Benito Juárez como ocurrió en este 2020, que a la fecha no han podido acreditar condiciones materiales ni profesionales de excelencia educativa.
Otro aspecto relevante es la obligación para que los congresos locales destinen recursos en el presupuesto estatal, y la posibilidad de que las IES soliciten a la Federación y a las entidades federativas recursos extraordinarios para la satisfacción de necesidades adicionales en el cumplimiento de sus funciones sustantivas de docencia, investigación, desarrollo científico y tecnológico, extensión y difusión de la cultura.
Sin embargo, en materia presupuestal se asignarán recursos hasta 2022, según la disponibilidad presupuestaria y con la posibilidad de incrementarse anualmente, solo cuando los ingresos presupuestarios tengan una variación positiva.
El problema no es nuevo. Datos de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, nos recuerdan que desde 2016 y hasta el próximo 2021, el presupuesto ordinario aprobado para las instituciones de educación superior ha crecido en “cero por ciento real” y, peor aún: no ha sido proporcional al crecimiento de la matrícula, la expansión territorial de los servicios educativos, ni el consecuente crecimiento de la plantilla académica y administrativa.
Apenas en diciembre de 2018, el ya presidente Andrés Manuel López Obrador aseguraba que “en los gobiernos neoliberales, miles de estudiantes que aspiraban a universidades públicas fueron rechazados bajo la excusa de falta de espacios, cuando en realidad era por falta de presupuesto”. Abrir universidades “patito” no es brindar oportunidades reales. Ya se fueron tres años. Veremos si en 2022 la educación superior se convierte al fin en prioridad.