En los circos había una atracción donde los visitantes entraban a una sala rodeada de espejos. Algunos alargaban el cuerpo, otros lo hacían ver gordo, unos más borraban las arrugas o lo mostraban más joven, más ágil, más entero. Ninguno lo reflejaba como era. Esa era la idea: que todo pareciera otra cosa.

Joe Biden pasó sus últimos años políticos en un lugar así.

La presidencia, como cualquiera otra cumbre de poder, suele deformar la percepción. En el caso de Biden no fue solo un problema de edad sino de distorsión colectiva. Un ecosistema para ocultar, suavizar y editar.

Una casa de espejos operada por su círculo íntimo.

Eso es lo que retratan Jake Tapper y Alex Thompson en Original Sin (Penguin Press, NY, 2025) un libro que cuenta la caída del presidente y también el encubrimiento orquestado por sus cercanos —quizás no con mala intención, sino para protegerlo—.

El “pecado original” de Biden no fue tener ochenta años. Fue negarlo y no saber hacerse a un lado.

El relato es devastador. Asesores que minimizaban sus errores, estrategas que bloqueaban a encuestadores para no mostrarle la realidad, asistentes que agendaban citas como “POTUS Time” para cubrir sus ausencias, editores que pasaban horas tratando de rescatar fragmentos de video donde el presidente no pareciera perdido. Hasta que ya no hubo forma de disimularlo.

Los autores no se limitan a mostrar su desgaste físico, sino también su desconexión emocional.

El libro desenmascara a su entorno.

El “Politburó” —como lo llamaban en broma algunos miembros de la administración— se volvió una armadura. Todos operaron con una sola prioridad: sostener la ilusión. ¿Por ambición, por lealtad, por negación? Tal vez por todo eso. Pero, sobre todo, porque desde dentro parecía posible.

La pregunta central no es por qué Biden decidió buscar un segundo mandato. La verdadera pregunta es: ¿por qué lo dejaron?

Porque Biden no perdió en las urnas. Perdió antes. Perdió cuando su propio partido, su gabinete y su familia eligieron proyectar una imagen distorsionada en lugar de enfrentar la realidad. Perdió cuando dejaron de verlo como un político y empezaron a usarlo como un símbolo: de resistencia, de antitrumpismo. El problema fue que el símbolo ya no respondía.

Trump no lo venció. Lo venció su reflejo.

En Washington, siempre ha habido presidentes que ocultan enfermedades. Lo hizo Kennedy con la enfermedad de Addison, lo hizo Reagan con su Alzheimer, lo hizo Wilson después del derrame cerebral. Biden no fue el primero.

En esa casa de espejos, Biden era todavía el “campeón”, pero afuera, lo que el país veía era a un presidente que parecía desconectarse de la realidad.

A un día de una elección judicial en México, persiste la sensación de que el obradorismo también habita una casa de espejos.

El riesgo que ahora corre la presidentA Sheinbaum es que, como ocurrió con López Obrador, termine gobernando rodeada de leales que le aplauden en lugar de alertarla. No fue ella quien diseñó la Reforma Judicial, pero sí será quien enfrente sus consecuencias.

Y si repite la lógica de su antecesor —donde disentir era traicionar y toda crítica venía de “los conservadores”—, entonces no solo heredará una estructura cerrada, sino también la imposibilidad de corregirla.

Porque cuando el gabinete, el Congreso y toda la estructura repiten lo que la lideresa quiere escuchar, el país deja de verse como es.

Y, como con Biden, el peligro no siempre nace de la mala fe. A veces basta con vivir demasiado tiempo rodeado de espejos para olvidar que afuera de Palacio hay otra realidad.

(Con la colaboración de Juan Pablo Narcia Crespo).

P.D. Y para baño de la realidad, ahí tiene a la CNTE.

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