Dos injusticias golpearon a Los muertos no mueren ( The Dead Don’t Die , 2019): su estreno en Cannes al lado de películas más serias sobre sociedades desarrolladas en crisis, y la sombra incontestable de Paterson (2016). La crítica estadounidense castigó a Jim Jarmusch por seguir su magnífica rumia sobre la poesía y el ritmo excéntrico de una semana normal, con un filme que no sólo homenajea el cine de serie B: se atreve a ser un encantador ejemplo de la tradición. Estoy de acuerdo en que el desenlace desconcierta, aunque no por una inesperada fuga hacia las estrellas sino por su inesperada tristeza, que contrasta de repente con el tono humorístico. Fuera de eso, Los muertos no mueren funciona como el viaje de Jarmusch a un tipo de cine que aspiró solamente a contar historias bobas para embobarnos y, ocasionalmente, para hacernos pensar en lo que nos asusta, sea real o imaginario.
La trama sigue a una multitud de estereotipos en el pueblo ficticio de Centerville: los policías, el nerd, la samurái escocesa, el granjero racista, el ermitaño y los hipsters de la ciudad se ven todos amenazados por una serie de catástrofes que ponen al mundo en peligro. El eje de la Tierra se ha enchuecado por su cuenta, pero, sumado a nuestro fracking, el apocalíptico evento logra despertar a los cadáveres en los cementerios. Al principio, una avanzada del ejército de los muertos ataca y huye, pero pronto se levantan los demás para revelar la ausencia absoluta de cohesión social en la comunidad.
Cuando aún no ha muerto nadie nos encontramos con el granjero Frank ( Steve Buscemi ), que rechaza una taza de café por estar “demasiado negro”. Sobre su mirada desdeñosa trae puesta una gorra que exhorta: Make America White Again. En una correccional, un grupo de adolescentes negros se rebela como puede contra los musculosos guardias blancos, y en la radio y televisión hay opinólogos defendiendo el daño que le hace la industria al planeta. Esta carga política es significativa durante los primeros minutos de la película, pero no por voluminosa la llamaría aguda. Aunque es un hombre curioso, sería un error describir a Jarmusch como intelectual. Sus conocimientos abarcan de la literatura y la música al cine y las motocicletas, pero sus opiniones y su humor, su estilo, se basan en la memorable simpleza de un grupo de convictos pidiendo helado —I scream for ice scream!— en Bajo el peso de la ley (Down By Law, 1986), o las aventuras de Roberto Benigni en el taxi de un muerto en Noche en la Tierra (Night on Earth, 1991). Quizá por eso el propio Jarmusch desecha pronto las referencias a los Estados Unidos de Trump en Los muertos no mueren, para mejor concentrarse en las convenciones del cine de género.
Durante la mayor parte del metraje nos encontramos con referencias a los pilares del bajo presupuesto, el horror y la ciencia ficción: en una lápida aparece el nombre de Samuel Fuller , y el de George Romero brinca para contextualizar un coche antiguo. El oficial Ronnie Peterson ( Adam Driver ) trae un llavero de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) y el nerd Bobby Wiggins (Caleb Landry Jones) corrige a los hipsters cuando se equivocan en un detalle de Psicosis (Psycho, 1960). Quizás haya una referencia a Cronos (1993), de Guillermo del Toro, cuando, después de maquillar a un par de cadáveres como Divine, la misteriosa Zelda Winston (Tilda Swinton) lamenta haberse defendido de ellos porque le habían quedado tan bonitos. Pero por encima de todas ellas, la película que más me recuerda Los muertos no mueren es la versión original de La mancha voraz (The Blob, 1958). Los estereotipos y el elenco multitudinario son obvios elementos en común pero el tema de la comunidad es el centro gravitacional de ambos filmes, aunque la abordan desde posturas enfrentadas.
Si en la cinta de Irvin Yeaworth la victoria colectiva sobre la bestia inexplicable refleja el optimismo de un país reunido frente a una amenaza, hoy Jarmusch se muestra pesimista cuando el jefe de policía Cliff Robertson (Bill Murray) abandona a un par de personajes asediados por los zombis. Llama la atención que nunca aparecen celulares sino hasta que los muertos, atraídos hacia las cosas que amaron en vida, se muestran obsesionados con ellos. El ermitaño Bob (Tom Waits) lo explica como la obsesión materialista de una sociedad que antes de morir ya estaba muerta: “Miserias sin nombre de los innumerables mortales”, dice citando a Herman Melville.
Es ahí donde Jarmusch regresa de lleno al tema político, pero de manera forzada y explícita. Hasta antes del desenlace el sentido de Los muertos no mueren es manipular las convenciones con un tono humorístico y a veces kitsch, pero en los últimos minutos se vuelca todo hacia un lamento sobre el mundo consumista. En cierto modo Jarmusch envejece durante el metraje conforme lo vemos pasar de adolescente entusiasta a señor alarmado, pero si él es incapaz de escoger su voz, los espectadores podemos elegir con cuál versión de él quedarnos. Yo prefiero al aficionado sin rumbo, que encuentra, como el poeta Paterson, un norte insospechado en el acto mismo de crear.
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