El cine industrial contemporáneo está en una crisis severa. Producto de la voracidad capitalista, la industria cinematográfica prefiere invertir menos para ganar más, o simplemente explotar lo que ya triunfó en otro lado en burdas colonizaciones de la imagen. Si en Estados Unidos el panorama es inquietante —todos los cineastas de renombre se han mudado a plataformas de streaming porque ya ninguna compañía quiere arriesgarse con los Coen o con Scorsese—, en México estamos frente a una catástrofe insoslayable. Si bien el cine de autor está sano gracias a los cineastas que estrenan sus películas en Locarno y Berlín, el cine popular se está comportando con absoluta mezquindad al invertir en películas que replican la estética de la televisión con el solo fin del éxito económico. En una sociedad como la nuestra eso implica explotar la ignorancia y los prejuicios de una colectividad clasista, racista, misógina, homófoba y tránsfoba para enriquecer a grupos privilegiados que controlan los medios de la producción cinematográfica. Tanto los comportamientos de la industria como el cine que hace son un símil de la sociedad mexicana.
En ese horizonte de árboles quemados y tierra cuarteada se aparecen a veces películas como El baile de los 41 (2020) que, sin expandir los límites del lenguaje fílmico, trata con más respeto a su público y ahonda en la historia mexicana para combatir lugares comunes tan propagados como que la homosexualidad es nueva. Su estilo podrá no ser revolucionario pero destaca por encima de lo que solemos ver en la cartelera comercial gracias a su amplio uso de los primeros planos. El baile de los 41 no es una película de espacios y recreaciones sino de afectos y denuncias; es el cine de viernes por la noche que nos urgía.
Situada durante el porfiriato, la nueva película del director David Pablos cuenta la historia de Ignacio de la Torre (Alfonso Herrera), yerno de Porfirio Díaz (Fernando Becerril) y esposo de su hija, Amada (Mabel Cadena). Ignacio es una figura ambiciosa en la política del periodo que aspira a la gubernatura del Estado de México. Para ello emplea su matrimonio y a su suegro como una escalera que, ante cualquier paso en falso, se puede convertir, más bien, en su serpiente. Entre el anhelo y la realidad del protagonista se tiende algo peor que una sombra: un secreto. Ignacio es homosexual y se reúne en secreto con un club donde pronto se incorpora su colega y amante Evaristo Rivas (Emmanuel Zurita). La felicidad de su matrimonio y sus ambiciones políticas se pondrán en peligro frente al principio del placer.
Después de Las elegidas (2015), una singular película sobre el tráfico de mujeres, uno habría esperado que Pablos se orientara a una estética todavía más autónoma. Recuerdo, por ejemplo, un montaje donde la protagonista es sometida sexualmente por varios clientes y, en vez de caer en el miserabilismo usual, Pablos utilizó un recurso bastante original: en la banda sonora escuchamos los gemidos de los hombres; en la imagen, planos de cada uno de ellos contrastados con un condón sucio sobre una cama desarreglada. Sin caer tampoco en la mistificación o la timidez, Pablos expresó la repugnante vida en la que son aprisionadas estas mujeres cuyo error inesperado fue confiar en sus parejas.
Al final de El baile de los 41 un montaje similar al que describí intenta humanizar a los personajes gay tras haber sido capturados y expuestos por los hombres del presidente; sin embargo el efecto esta vez me parece orientado al sentimiento en el sentido más cursi y, por ello, convencional. Pablos parece sacrificar el riesgo por una mayor audiencia pero no del todo. En otras imágenes, la directora de fotografía Carolina Costa y el director toman decisiones fascinantes como la noche de bodas de Ignacio y Amada. En primer plano lo vemos a él encima de ella cumpliendo con una labor mecánica; repugnante, incluso. Ella se ve atemorizada y no parece experimentar placer sino desconcierto e insatisfacción. El plano se estira a lo largo de segundos que se van haciendo minutos y a partir de la impresión emotiva que deja Pablos hace una crítica sobre la masculinidad: la de su ejercicio de la sexualidad como una forma de opresión.
De hecho ese es el tema más interesante de la película, y es uno entre varios, que incluyen la autorrepresión en un medio tribal donde el poder político depende de las relaciones personales, y el amor, que por el contexto se convierte en una confidencia. Lo que resulta es algo así como La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) —una película a la que se refiere visualmente El baile de los 41 en un plano hecho desde unos catalejos— pero con la dimensión del poder más manifiesta. Quizá por ello Amada sea una mujer fuerte que en una escena amenaza a su esposo con un rifle; después de todo ella es hija del presidente y, si bien la autoridad incuestionable del marido le pertenece a Ignacio, su homosexualidad lo pone en una situación más vulnerable. Al final Ignacio es expuesto como la más evidente víctima y la complejidad de la dominación sexual se resume en las consecuencias del famoso baile de los 41, donde lo encontraron vestido de mujer junto con el resto de su club.
La dificultad de encontrar lo sistémico en los sistemas sociales devaluó Las elegidas y ahora amenaza el mérito de El baile de los 41. Toda discusión de los temas es didáctica pero además superficial. Si bien hay los elementos para entender las dinámicas de opresión en la sociedad porfiriana, Pablos y la guionista Monika Revilla optan no por el análisis sino por el lugar común: amor prohibido, mujer empoderada, víctima de sus circunstancias. Afortunadamente no es el drama lo que le da su carácter a la película sino su cuidadoso empleo de los primeros planos. Como ya lo sugería, Pablos y Costa esconden el mundo porfiriano y se concentran en su elenco, juegan con el enfoque y componen hermosas imágenes que encuentran en los infiernos de la represión las expresiones conmovedoras del placer, del beso, de una normalidad que apenas un siglo después comienza a aceptarse. En el infierno de la producción industrial mexicana El baile de los 41 descubre la esperanza de un mejor cine.
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