El fascinante ritual de la sucesión presidencial que se repetía cada seis años en los tiempos del “ogro filantrópico”, tenía reglas que nunca estuvieron en papel, pero operaban religiosamente, la principal era la que otorgaba al mandatario saliente el privilegio de escoger a su sucesor, decisión que, sin embargo, no era libérrima: el Gran Elector debía consultar con los principales grupos de poder: los generales con mando de tropa en una época; más tarde con los liderazgos de las grandes organizaciones sociales y, finalmente, con los señores del dinero representados en el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (CMHN).

Una segunda regla, curiosamente de prosapia católica, instituía que “para ser Papa era preciso ser cardenal”, es decir, que solo jugaban los miembros del gabinete, no los gobernadores, ni los líderes parlamentarios o de las corporaciones.

Maestro en las artes de la política a la mexicana, Luis Echeverría cuidó a su candidato in pectore, José López Portillo, llevándolo de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), al inicio de su sexenio, a encabezar la Secretaría de Hacienda, donde tendría una inducción muy valiosa sobre el complejo mundo de las finanzas públicas y, sobre todo, le permitiría establecer relaciones con los actores relevantes del mundo financiero de México y el exterior, que en aquel momento ya tenían un peso mayúsculo y una capacidad de veto en la sucesión.

Otra de las reglas de la sucesión en clave priista se expresaba en la frase de don Fidel Velázquez: “la política es como la fotografía: el que se mueve no sale.” Esto explica por qué quienes se sintieron presidenciables —como Fernando Casas Alemán (1952) o Mario Moya Palencia (1976)— se quedaron en el camino.

El papa Francisco condujo su propia sucesión de manera magistral, casi podría decirse, priista. Por una parte, reconstituyó al Colegio Electoral al nombrar durante su periodo a la mayoría de los “133 políticos vestidos de sotana” (Luis Castro dixit). Lo anterior no le garantizaba la elección de un seguidor de su línea pastoral y política, pero sí creaba las condiciones para impedir que el nuevo Papa resultara un representante del sector más conservador o tradicionalista de la Iglesia Católica.

La máxima priista de que “el que se mueve no sale” equivale en los usos del Vaticano en la frase de que quien entra a la capilla Sixtina Papa, sale cardenal. Los más visibles como Pietro Parolin, secretario de Estado, fueron descartados en el colegio cardenalicio.

Lo segundo fue convertir en cardenal —apenas el 30 de septiembre de 2023— a un viejo amigo, Robert Prevost, es decir, lo hizo “papable”. Lo siguiente fue nombrarlo prefecto del Dicasterio para los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, responsabilidades en el gobierno vaticano que le dieron notoriedad y redes de aliados.

Prevost es ya León XIV, el sucesor de Francisco y también por decisión propia, de León XIII y su encíclica Rerum Novarum, punto de partida para la doctrina social de la Iglesia Católica. Buen presagio.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario. @alsonsozarate

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