A Ciro Gómez Leyva, con un abrazo solidario.
La libertad de expresión se define de cara al poder; es la posibilidad de ignorar, coincidir o disentir de quienes detentan los espacios de mando sin tener que sufrir la remoción de un cargo público, la intimidación de autoridades, el despido de una televisora, la advertencia presidencial de portarse bien o, incluso, la muerte.
Ejercer con libertad y responsabilidad este derecho constitucional sigue siendo en nuestro país una potestad disminuida. Los poderosos quieren el silencio o la complacencia, nunca la crítica. Los poderes fácticos, principalmente el crimen organizado, pero también los poderes legales o, simplemente, hombres de riqueza inexplicable, pueden amenazar o, incluso, encargar a algún sicario “un trabajito” que lleve a eliminar a un periodista crítico.
En lo que toca a la libertad de expresión, la Cuarta Transformación está más cerca de José López Portillo que de Francisco I. Madero. En contraste con Madero, que sufrió estoicamente los embates de una prensa que había estado amordazada durante la dictadura porfirista y que abusaba de la apertura de espacios democráticos para agredirlo y ridiculizarlo, López Obrador confronta directamente a los medios y a sus detractores, los señala por su nombre y les advierte que denunciará sus “manejos”; desmemoriado o mal informado, insiste en acusar a medios de haber callado ante la corrupción.
El lunes 15 de abril del 2019 así habló Andrés Manuel: “…vi a un columnista diciendo que los que venían aquí no eran buenos periodistas, que Jorge Ramos sí era muy buen periodista. No, yo pienso... con todo respeto, discrepo... creo que ustedes no solo son buenos periodistas, son prudentes, porque aquí les están viendo y si ustedes se pasan pues ya saben, ¿no? Lo que sucede, pero no soy yo, es la gente”.
El mensaje fue claro: la prudencia entendida como reverencia ante el poder presidencial, y a un tiempo, una amenaza no tan encubierta a los que se pasan; lo que es especialmente grave en un país en el que ejercer un periodismo crítico equivale a jugarse la vida o perderla.
En México, con la enorme tradición autoritaria, las palabras del presidente llevan una carga muy pesada, como él mismo lo advierte, no solo por lo que las distintas instancias a su cargo interpreten, sino por lo que haga “la gente”.
Cómo hacerlo razonar que portarse bien no debe implicar el abandono del espíritu crítico para sumarse dócilmente al coro de quienes glorifican por igual los aciertos y los errores de este gobierno, que en vez de periodismo hacen propaganda... Que ante la docilidad de mayorías automáticas en el Congreso de la Unión, el aturdimiento de los gobernadores y el miedo de la mayoría de los organismos empresariales, los medios son más indispensables que antes.
Posdata
Es inevitable recordar, tras el asesinato de don Eugenio Garza Sada, el discurso que pronunció en su funeral Ricardo Margáin Zozaya (18 de septiembre de 1973): “Solo se puede actuar impunemente cuando se ha perdido el respeto a la autoridad... cuando no tan solo se deja que libre cauce las más negativas ideologías, sino que además se les permite que cosechen sus frutos negativos de odio, destrucción y muerte… Cuando se ha propiciado desde el poder a base de declaraciones y discursos el ataque reiterado al sector privado”.
(Este artículo es una versión sintética del ensayo que publiqué en El naufragio de México: 16 ensayos sobre el futuro del país, obra coordinada por Francisco Martín Moreno y publicada en 2019).
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