Quizás nadie conoció a Manuel Camacho como Marcelo Ebrard, su alumno predilecto, su colaborador más cercano y quien lo acompañó durante un largo tramo, lo mismo en el ascenso que en la caída.
Para suceder a Carlos Salinas de Gortari, nadie tenía los atributos de Camacho: inteligencia, sensibilidad política y compromiso social, pero además, pertenecía al grupo seminal: los Toficos. Sin embargo, al concluir su mandato, Salinas decidió que su heredero fuera Luis Donaldo Colosio, porque representaba, sin asomo de duda, la continuación del proyecto y porque era su hechura, casi su invento. A Salinas —como casi a ningún presidente— no le resultaba cómoda la “arrogancia de sentirse libre” (Andrés Manuel dixit) de su antiguo camarada.
¿Cuáles son las condiciones que exigirá López Obrador —erigido en El Gran Elector— a su sucesor? La primera y quizás definitoria, será que el elegido (a) le garantice la continuidad del proyecto que, en el delirio presidencial, alcanza las dimensiones de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Pero influirá también que quien lo reemplace le asegure la protección a la vida y a los intereses suyos y de su familia y cuya veneración le anticipe la trascendencia, su paso a la historia.
En la psique de López Obrador otras cualidades son inexcusables: la honestidad, la sencillez, la austeridad y el amor al pueblo. Pero, además, está la obsesión de Andrés Manuel por hacer lo que nunca antes se hizo: un gabinete paritario, una mujer secretaria de Gobernación, dos profesoras de escuela titulares de la SEP... De ganar la elección, Claudia sería la primera presidenta de la República.
Analizados con objetividad los criterios con los que el Gran Elector decidirá a su sucesor (a), hay que reconocer que, en prácticamente todos, Claudia ocupa la delantera y en otros, como la capacidad para conectar con el electorado, los tres aspirantes tienen similares debilidades; además, Claudia no ha tenido desviaciones, siempre ha militado en la izquierda y es, de alguna manera, la nacida de sí.
Solo dos variables favorecerían al canciller: por una parte, la preservación de la gobernabilidad, por eso ante el rechazo de los poderes fácticos al general Francisco J. Múgica, Cárdenas se decidió por “el soldado desconocido”, Manuel Ávila Camacho. Esto no ocurre hoy en México. Nadie le disputa al presidente su carácter de Supremo Elector, nadie le hace “manita de puerco.” También Ebrard supera a sus adversarios en otra cualidad: tener con qué enfrentar los retos que se avecinan para México.
Al anunciar su renuncia a la Secretaría de Relaciones Exteriores, Ebrard lo hizo arropado por un grupo en el que lo único ausente fue el obradorismo, lejos de ser una manifestación de fuerza, fue de debilidad, nada que ver con la clase política que arroparía a Claudia Sheinbaum: gobernadores, legisladores, miembros del círculo más íntimo al Presidente.
Ebrard tiene una formación y una trayectoria que lo perfilaría como el Presidente que necesita este nuevo tiempo mexicano, pero no está en el corazón del Gran Elector. Las obsesiones y los prejuicios de un hombre que cree encarnar al pueblo harán que el Gran Dedo se dirija a otra parte.