¿Tiene algún sentido que el gobernante de una nación que no existía hace 500 años le pida al gobernante de otra nación que en aquellos años recién nacía como Estado, que se disculpe por los crímenes cometidos entonces? Y ya instalados en la lógica del perdón, ¿quiénes tendrían que disculparse por la crueldad con la que los aztecas imponían su dominio? Los aztecas, admirables en su organización política y social, practicaban los sacrificios humanos, la antropofagia y ejercían una tiranía brutal sobre los pueblos a los que sometían. Alguien diría, esa es la historia de la humanidad: “el hombre lobo del hombre”.
El levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994 fue una manera de recordarle al resto de los mexicanos y al mundo, que los pueblos indígenas permanecen en el abandono, la discriminación y la represión. Por desgracia, poco ha cambiado desde entonces, por eso, en vez de hablar de perdones, podrían tomarse en serio los acuerdos de San Andrés Larráinzar y su compromiso de alcanzar un nuevo pacto social que modifique de raíz las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales con los pueblos indígenas y erradique las formas de vida pública que generan y reproducen la subordinación, la desigualdad y la discriminación.
En México, como en otras naciones, se ha impuesto una reinvención de la historia y se han construido epopeyas donde no las hubo. Lo que es censurable desde un punto de vista científico, no lo es desde una perspectiva de formación política. Esos ejercicios maquillados de la historia —desde el mundo precolombino hasta la Revolución— han servido para darle al pueblo un sentido de identidad y de orgullo por su pasado. En los pueblos como en las familias, las historias sucias se esconden y se olvidan.
Al triunfo de la Revolución, Rivera, Siqueiros, Orozco y otros artistas propusieron en sus murales una reinterpretación de la historia. Lo mismo ocurrió en los textos oficiales. Por eso en la historia oficial abundan en el calendario cívico personajes sanguinarios como Pancho Villa, Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón.
Se dice que cuando le llevaron al caudillo el cadáver de Francisco Serrano, quien había sido su hijo político pero que había osado disputarle la Presidencia, el manco se burló de la “cuelga” que le habían dado —lo asesinaron el mero día de su santo—: “Ay, Pancho, mira cómo te dejaron”.
Pero muchas calles, colonias y pueblos llevan los nombres de presidentes rateros y represores como Gustavo Díaz Ordaz o José López Portillo, o de gobernadores que abusaron del poder para enriquecerse como Carlos Hank González.
Lo que tendría que hacer un gobierno que quiere rescatar el pasado en vez de hacer reclamos inútiles, sería emprender acciones que modifiquen las circunstancias que mantienen a esas comunidades en el atraso: sembrando escuelas de calidad, comunicaciones que eviten su alejamiento, clínicas y hospitales que garanticen su salud, condiciones que les ofrezcan oportunidades de empleo, apoyando sus actividades productivas… dignificando su vida.