En la mañana del 3 de octubre de 1968 en las oficinas de la refinería “18 de marzo”, en Azcapotzalco, en la Ciudad de México, varios empleados del departamento de Contabilidad se agolpaban frente a una mesa para leer, en un ejemplar de Excélsior, las noticias sobre los acontecimientos de la tarde anterior. Concluida la lectura pasaron a lo que era realmente importante para ellos: los juegos olímpicos que estaban a la vuelta de la esquina.
A mí, que había estado en la Plaza de las Tres Culturas esa tarde trágica, me perturbó constatar esa pequeña muestra de una sociedad ayuna de valores democráticos, que no le daba valor a las vidas cegadas y que no parecía conmoverse ante la brutalidad de un régimen que decidió ahogar en sangre un movimiento juvenil que buscaba, simplemente, la oxigenación del sistema político… Tras la masacre no se paralizó el país.
Los avances democráticos de las últimas décadas: el INAI, que respondió al reclamo de hacer público lo público, el IFE ciudadanizado (hoy INE), la creación de los organismos autónomos, el reconocimiento a las minorías, en fin, la construcción de contrapesos, han sido los frutos de las luchas de minorías conscientes, no de movilizaciones sociales.
A la gente común no le importa algo tan etéreo como la democracia, su experiencia con los sistemas de procuración y administración de justicia es deprimente, cualquiera que haya visitado una agencia del MP sabe lo que es encontrarse con esa burocracia corrupta e insensible; y qué decir del sistema judicial donde toda la maquinaria se mueve con dinero, sin embargo, la reforma judicial que propone el presidente no aspira a profesionalizar y depurar al Poder Judicial, sino a convertirlo en un sistema faccioso a su servicio.
Para un gobierno que está convencido de que el pueblo le dio un mandato para hacer lo que le venga en gana, todos esos organismos son un dolor de muelas y un gasto excesivo e inútil.
Ganaron, sobre todo, quienes portan una cultura cínica (“está bien que roben, pero que salpiquen”), porque para la gente común la realidad es más simple: ¿bolsa seca o bolsa saca?
Si la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, el del domingo fue un ejercicio democrático, pero si es, también, el gobierno de las mayorías que respetan y atienden a las minorías, con división de poderes, transparencia y rendición de cuentas entonces los resultados son una noticia triste para la democracia.
En distintos momentos el presidente López Obrador advirtió que su proyecto era la instauración de un nuevo régimen, aunque su administración se limitó a derruir y maltratar instituciones, pero lo que anticipan los saldos del domingo 2 es, ahora sí, un cambio de régimen, pero no para insertar a México en la modernidad, sino para retrotraerlo a los tiempos de Gustavo Díaz Ordaz, sin contrapesos, con un Congreso abyecto, medios de comunicación sometidos, oposiciones intimidadas y ninguneadas, pero ¿a quién le importa la democracia?