Finalmente, el Senado de la República aprobó el llamado “Plan B ” de la reforma electoral diseñada por el Ejecutivo Federal. Ante la falta de votos para aprobar una reforma constitucional que modificaba los pilares del sistema electoral mexicano, vigentes desde mediados de la década de los noventa, fueron propuestas modificaciones a legislaciones secundarias que, si bien dejan con vida al INE, introducen cambios profundos que preocupan a especialistas, partidos y buena parte de la opinión pública.
Uno de los aspectos que más cambios sufre es la estructura y operación del INE. Además de sus órganos centrales, el INE cuenta con 32 Juntas Locales en cada entidad de la República y con 300 Juntas Distritales en cada uno de los distritos electorales en los que se divide el país. Todos ellos de carácter permanente y con servidores públicos capacitados en responsabilidades como la cartografía electoral, integración del padrón y lista nominal, ubicación y colocación de casillas, capacitación electoral, recolección y traslado de paquetes electorales, operación del PREP, así como del conteo y recuento de votos.
La reforma aprobada por la Cámara Alta desaparece las 300 juntas distritales del INE y las sustituye por “vocales operativos”. Es decir, transforma oficinas de trabajo completas a nivel local por un solo funcionario encargado de ejecutar y vigilar las disposiciones del proceso electoral. En el mismo sentido, reduce sustancialmente la estructura burocrática de las 32 Juntas Locales y de las oficinas centrales del INE, estas últimas mediante un proceso de fusión de Direcciones. En cuanto al Servicio Profesional Electoral, algunos especialistas calculan un fuerte recorte de alrededor del 80% de su personal contratado mediante exámenes de ingreso.
Es claro que el espíritu que atraviesa toda la reforma electoral es el de austeridad y simplificación, lo cual de entrada es conveniente. Incluso hay disposiciones plausibles como la actualización del sistema de medios de impugnación y el juicio en línea que busca agilizar procedimientos y resoluciones; el acortamiento de los procesos electorales; la obligación de los legisladores que buscan la reelección de separarse del cargo hasta un día antes de iniciar la campaña electoral o la implementación del voto para los mexicanos en el extranjero vía internet.
Sin embargo, como en otros ámbitos, la austeridad mal aplicada puede poner en riesgo la operatividad de nuestras instituciones, ocasionando que entreguen resultados deficientes y cuestionados por la ciudadanía. Lo anterior es sumamente delicado, pues una serie de problemas financieros o técnicos podrían alimentar fácilmente el conflicto político. Además de ello, los esfuerzos austeros poco tocan a los partidos políticos, pues no se modifica la fórmula para su millonario financiamiento y se les permite guardar los remanentes de los recursos de un año, sean públicos o privados, para poder ejercerlos al año siguiente.
Más allá del debate en torno a sus disposiciones legales, la aprobación del Plan B trastoca el ambiente político del país. Contrario a la experiencia reciente, se trata de una reforma que se presenta en el último tramo del actual sexenio, a escasos meses de iniciar el proceso electoral para renovar la Presidencia de la República y no como resultado de la evaluación íntegra de un proceso electoral federal. Además, es claro que no cuenta con un diagnóstico organizacional del propio INE, ni del consenso de las fuerzas políticas.
A reserva del estudio que eventualmente realice la Suprema Corte, que podría declarar inconstitucional la reforma, preocupa que el nuevo sistema electoral cierre válvulas de escape al juego político. La consolidación de nuestra democracia debe mucho al perfeccionamiento de las reglas electorales, que han permitido la alternancia pacífica. Vulnerar ese sistema podría devenir en amplio descontento social y en trasladar a las calles lo que se puede dirimir en las urnas. Algo que la sociedad mexicana no desea.
Académico de la UNAM