Los problemas que enfrenta la sociedad mexicana se pueden analizar, por lo menos, desde dos perspectivas. Aquellos en los que el Estado tiene la responsabilidad y, por tanto, la obligación de resolver (inseguridad, falta de agua potable, salud pública, educación, etc.) y los problemas que genera el propio Estado mediante sus actos de autoridad (detenciones ilegales, desaparición forzada de personas, malversación de los recursos públicos, expedición de leyes inconstitucionales etc.).
Respecto a esta última vertiente, el pensamiento político liberal construyó una fórmula que ha logrado enfrentar durante muchos años los embates del abuso del poder: el ejercicio de la autoridad estatal debe ser siempre limitado. Solo así existe esperanza de conservar nuestras libertades individuales.
Me sigue sorprendiendo la vigencia con la que se pueden aplicar estudios políticos que se escribieron hace más de 300 años. Por citar un ejemplo, en su Segundo Tratado sobre el gobierno civil, John Locke escribió que “debido a la fragilidad de los hombres (los cuales tienden a acumular poder), éstos podrían ser tentados a tener en sus manos el poder de hacer leyes y el de ejecutarlas para así eximirse de obedecer las leyes que ellos mismos hacen; y como podrían también tener tentaciones de hacer las leyes a su medida y de ejecutarlas para beneficio propio, llegando así a crearse intereses distintos de los del resto de la comunidad y contrarios a los fines de la sociedad y del gobierno, es práctica común en los Estados bien organizados (donde el bien de todos es debidamente considerado), que el poder legislativo sea puesto en manos diversas, las cuales, en forma de asamblea, tiene cada una, o en unión con las otras, el poder de hacer leyes”.
Esta semana el Poder Ejecutivo presentó un paquete de iniciativas para reformar la Constitución, justo el día que celebramos el CVII aniversario de su promulgación. Afortunadamente no es competencia del Ejecutivo Federal decidir si se aprueban o no sus iniciativas. Su poder está limitado; puede presentar una propuesta, pero corresponde al Poder Legislativo la última palabra. Incluso dentro del propio Poder Legislativo el poder se encuentra dividido, ya que la Cámara de Diputados no puede aprobar por sí sola una reforma constitucional. Se requiere también la anuencia del Senado de la República y de la mayoría de las Legislaturas de los estados.
El diseño de nuestra Constitución cumple una de las funciones más importantes: la división de poderes. El poder del Estado debe estar disperso en tres diferentes departamentos, Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Sin embargo, hoy vuelve a cuestionarse el antiguo debate entre defender el principio de separación de poderes y el principio de soberanía popular. Al respecto, el académico José Fernández-Albertos, en su ensayo “Dividir lo indivisible: separación de poderes y soberanía popular en James Madison”, identifica la litis: “el problema consiste en que si existe una única fuente de autoridad (el pueblo), ¿de dónde proceden los diferentes poderes que han de competir entre sí para, de esa forma, prevenir el surgimiento de formas de gobierno tiránicas?”.
Desde luego, la democracia de nuestro país no es perfecta. Pero la renovación periódica de los poderes Legislativo y Ejecutivo de alguna forma limita el poder. Además, debemos recordar que hemos logrado alternar de forma pacífica el cambio de poderes justamente gracias al pacto que los mexicanos decidimos conservar: la Constitución. Por ello, cambiarla no debe hacerse a la ligera. Se requiere un profundo sentido democrático y una revolución de conciencias.