En enero de 2016 entró en vigor la reforma al apartado A del artículo 102 constitucional que estableció por primera vez la autonomía del Ministerio Público de la Federación. El modelo de órgano público autónomo, con personalidad jurídica y patrimonio propio, se replicó en todas las constituciones de las entidades federativas, por lo que actualmente todos los fiscales locales también son autónomos.
Teóricamente el Ministerio Público es representante de la sociedad, por ello le corresponde actuar como garante del acceso a la justicia de aquellos que, en forma directa o indirecta, han visto vulnerados sus derechos. En ese contexto, le corresponde, en representación de los intereses de la sociedad, la investigación y ejercicio de la acción penal ante los tribunales.
En un estudio publicado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el académico Miguel Alejandro López Olvera afirmó que “la autonomía de las fiscalías generales de justicia es muy importante para el buen funcionamiento del nuevo sistema de corte oral… El ministerio público solo debe ser vigilado y controlado por un juez especializado, pero no tener dependencia jerárquica con ningún poder u órgano del Estado, ya que uno de los rasgos característicos de este nuevo modelo es que las nuevas fiscalías actúen con total independencia. La autonomía de las fiscalías generales de justicia debe protegerse y blindarse, por eso, es un gran acierto dotarlas de autonomía constitucional”.
Han pasado ocho años desde aquella reforma y me parece que no se logró el cambio esperado. En la práctica siguen existiendo asuntos de consigna donde el Poder Ejecutivo tiene interés en proceder penalmente y que gozan de especial prioridad y atención. En principio, una intervención del Presidente o de los gobernadores no es, a priori, ilegal o indebida. Hay ejemplos de la coordinación que debe existir en la atención de delitos graves que afectan la estabilidad y gobernabilidad. Sin embargo, a mi juicio lo que no se logró evitar es el abuso de poder, la intervención indebida para afectar a un adversario, ayudar a un recomendado en total conflicto de interés o, peor aun, en beneficio de la autoridad o del particular que solicita al Ministerio Público una intervención parcial y no en representación de la sociedad.
Reconozco haber apoyado esa reforma constitucional, pero al paso del tiempo pienso que nos equivocamos en la hipótesis, pues la autonomía de las fiscalías ha generado más problemas que soluciones. De hecho, estoy convencido que era mejor el modelo donde el Poder Ejecutivo nombraba y removía al titular del Ministerio Público. Si bien existía el problema que describí, había orden en el procedimiento de designación y consecuencias políticas en caso de escándalos o abuso de poder, como el cese de un procurador. Ahora el problema es mayor entre los gobernadores entrantes y los fiscales “carnales” nombrados con anterioridad, a los cuales ya no se les puede cesar a pesar de conductas indebidas. Y mientras se tramitan juicios o controversias constitucionales para defender fiscales, los más afectados son los destinatarios de la procuración de justicia: las víctimas de un delito o los acusados falsamente.
El Gobierno de la Ciudad de México no logró la ratificación de la fiscal Ernestina Godoy. Insisto que el problema no es que el Ejecutivo tenga relación y coordinación institucional con una Fiscalía, sino el abuso de poder. La fiscal fue acusada de intervenir ilegalmente los teléfonos de opositores políticos y de perseguir sin fundamento al ahora candidato del frente opositor al gobierno de la Ciudad de México. No sabremos en el corto plazo si esas acusaciones tenían sustento para acreditar los delitos correspondientes, pero por lo menos se abre la posibilidad de un cambio con esperanza de mejora.