Nos encontramos a escasos días de concluir 2023. Un año que termina mejor de lo pronosticado, con una clara recuperación en diversas variables económicas tras los efectos dejados por la pandemia por Covid-19. No obstante, buena parte de la estabilidad económica y social de una nación descansa, a su vez, en su fortaleza político-institucional. Y es justamente en este rubro donde persisten importantes retos y pendientes que deben atenderse en el corto plazo.

Como sabemos, 2024 estará marcado por el proceso electoral más grande de nuestra historia, ya que se elegirán un total de 19 mil 634 cargos de elección popular a nivel estatal, incluidas las gubernaturas de Chiapas, Ciudad de México, Guanajuato, Jalisco, Morelos, Puebla, Tabasco, Veracruz y Yucatán. A ello se suma la elección de 629 cargos a nivel federal, en virtud de la renovación de la Cámara de Diputados, el Senado y, desde luego, la Presidencia de la República.

La magnitud del proceso electoral y el alto porcentaje de participación ciudadana esperado podrían traducirse en un importante nivel de conflictividad electoral. Como puede preverse, la organización de los comicios, la asignación de recursos y su fiscalización, la deliberación e imposición de medidas cautelares y sanciones, así como la validación de los resultados electorales demandarán una enorme cantidad de esfuerzos por parte de las instituciones electorales, destacadamente el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Por ello, para dirimir las controversias de manera eficaz y legítima, la labor de estas instituciones deberá ser técnica y jurídicamente sólida.

Sorprende en ese sentido la falta de magistrados electorales en diversas instancias del TEPJF, y la interpretación, cada vez más recurrente, de que las elecciones de 2024 podrían llevarse a cabo exitosamente sin tales designaciones. Esta opinión, basada exclusivamente en un cálculo político no solo es erróneo sino riesgoso. La labor de un impartidor de justicia es, por principio, imparcial e independiente. Y así se ha demostrado en diversas ocasiones, en donde más allá de las condiciones para su designación o los intereses en juego, las magistradas y magistrados han priorizado la interpretación de la ley en la elaboración de sus sentencias. Por esa razón, el solo hecho de que una fracción parlamentaria designe a un magistrado no supone una ventaja en términos de impartición colegiada de la justicia electoral.

Ante el panorama electoral que se acerca, la falta de integración en las instancias de impartición de justicia representa un error que puede evitarse. Hasta el momento, el Senado tiene pendiente el nombramiento de dos magistraturas en la Sala Superior del TEPJF, cinco en Salas Regionales y 42 en tribunales electorales estatales. Contrario a lo que podría pensarse, la designación de magistraturas en estas vacantes robustecería el trabajo en los tribunales, fortalecería la impartición de justicia y, con ello, dotaría de mayor legitimidad a la impartición de justicia. Se trata de un escenario óptimo y ventajoso para todos los actores políticos y la ciudadanía mexicana, quienes deseamos una renovación pacífica y legal de los poderes públicos.

Mediante un proceso pulcro, la Suprema Corte hizo una gran labor en la selección de las ternas de quienes aspiran a ocupar un asiento en la Sala Superior del TEPJF. Asimismo, la llegada de Mónica Soto representa un éxito en materia de equidad de género en la composición y conducción de las instituciones del Estado mexicano. Se trata de dos pasos en la dirección correcta. Hacemos votos para que la justicia electoral pueda cumplir a cabalidad su función en nuestro régimen democrático.

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