En febrero de 2014 fue publicada la reforma constitucional que, entre otros elementos, modificó el artículo 102 constitucional, Apartado A, que desapareció a la Procuraduría General de la República y dio paso a la actual Fiscalía General de la República. Diversos especialistas coinciden en que esta transformación representa uno de los cambios jurídicos y políticos más ambiciosos de las últimas décadas en nuestro país. No solo se trató de un mandato para adecuar el Ministerio Público al nuevo modelo de justicia penal, sino de una apuesta por avanzar hacia una procuración de justicia más eficaz y profesional, guiada por una actuación autónoma, respetuosa de los derechos humanos y abierta a la rendición de cuentas.

A nivel estatal, con base en el artículo 116 constitucional, fracción IX, que señala que las constituciones locales “garantizarán que las funciones de procuración de justicia se realicen con base en los principios de autonomía, eficiencia, imparcialidad, legalidad, objetividad, profesionalismo, responsabilidad y respeto a los derechos humanos”, este nuevo modelo de procuración de justicia fue paulatinamente replicado y adaptado por la mayoría de las entidades federativas. El objetivo manifiesto era dejar atrás un modelo anquilosado y establecer instituciones con mejores capacidades de investigación criminal, con personal más profesionalizado y con mecanismos de rendición de cuentas que, al elevar los estándares de actuación, disminuyera los altísimos niveles de impunidad que persisten en nuestro país.

No obstante, este modelo a nivel estatal ha exhibido un importante error en su diseño. Al ser, en su mayoría, nombrados por el mandatario en turno, pero con la posibilidad de trascender su periodo de gobierno, cada gobernador ha buscado nombrar a un fiscal afín a su proyecto político, que funja en muchas ocasiones como guardaespaldas de su administración en los años venideros. Lo anterior se magnifica porque el gobernador entrante no cuenta con la facultad de removerlo, sino que esta posibilidad se encuentra únicamente en manos del Congreso local, politizando en muchas ocasiones este asunto.

Este diseño ha conducido a un camino contrario al que originalmente se buscó: las Fiscalías Estatales ni son más autónomas, ni operan con mejores recursos, ni existe mejor rendición de cuentas. Cada vez son más las entidades federativas en donde existe una abierta confrontación entre los gobernadores y sus Fiscales Generales. Ha sucedido en Veracruz, pero también en Morelos y Tamaulipas, por mencionar algunos casos. En todos estos estados la dinámica es similar, lo cual nos conduce como ciudadanos al peor de los escenarios, pues la institución encargada de la procuración de justicia tiene pocos incentivos para colaborar con las Secretarías de Seguridad Pública, dependientes de la administración estatal.

Hoy en día, el mejor retrato de estos vicios es Nuevo León, en donde el Congreso local sumó a la terna para asumir la titularidad de su Fiscalía General a un excontrincante político del actual mandatario, Samuel García. No se trata de juzgar el profesionalismo, conocimientos o capacidades del excandidato del PRI a la Gubernatura de Nuevo León, sino de reflexionar si su llegada a la Fiscalía del estado permitiría establecer colaboración con instituciones del gobierno estatal o una procuración de justicia ajena a escándalos y señalamientos con tintes electorales.

La solución, desde luego, no es volver a un modelo de Ministerio Público anclado al pasado, en donde los gobernadores gozaban de facultades discrecionales. Pero si la justicia, que por definición es imparcial, es el valor supremo que se busca procurar, los legisladores locales deben introducir un diseño más funcional no solo administrativa sino políticamente, que evite que los fiscales sean emisarios de proyectos políticos ajenos a su función, que introduzca mayores incentivos a la colaboración interinstitucional y que los acerque a la rendición de cuentas, pues en la actualidad gozan de mucho poder.

Académico de la UNAM

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