El infierno de Aguililla se extendió esta semana a comunidades de la Tierra Caliente michoacana. En Tepalcatepec y Buenavista Tomatlán, se registraron feroces enfrentamientos entre grupos de pistoleros presuntamente afiliados al Cártel de Jalisco Nueva Generación y a los llamados Cárteles Unidos, una coalición de bandas criminales locales.

La situación en Buenavista es particularmente grave. Allí, según reportes de medios locales, se han registrado balaceras de hasta 15 horas, además de cortes a los servicios básicos, retenes en las carreteras y la imposición de una suerte de toque de queda en la comunidad.

Todo esto sucede no porque las fuerzas del Estado no tengan presencia en la zona, sino porque han decidido no actuar. Según el último reporte mensual de la Guardia Nacional, dado a conocer en la mañanera del 21 de junio, esa corporación tenía desplegados a 6171 elementos en Michoacán.

Por otra parte, la Sedena mantiene en Michoacán lo que denomina como una “operación de refuerzo” y la Semar cuenta con una importante cantidad de personal en Lázaro Cárdenas. A esto, habría que añadir los 6858 elementos con los que supuestamente cuenta la policía estatal, según datos del Censo Nacional de Gobierno, Seguridad Pública y Sistema Penitenciario Estatales 2020, elaborado por el Inegi. Y, por último, según el Censo Nacional de Gobiernos Municipales y Demarcaciones Territoriales de la Ciudad de México 2019, habría 5978 policías municipales en el estado.

En total, entre policías, guardias nacionales, soldados y marinos, hay aproximadamente 20 mil elementos en Michoacán. En Aguililla o en Buenavista o en Tepalcatepec, no hay más que un par de cientos de pistoleros. En principio, la superioridad numérica y de capacidad de fuego de las fuerzas del Estado es abrumadora. Y no hay que desplazar mucho al personal: hay despliegue en toda la zona.

¿Por qué entonces, desde el gobierno federal o el estatal, no se hace algo para detener el asedio a esas comunidades? ¿Por qué no se toman medidas para frenar el conflicto y desarmar a los contendientes?

La complicidad puede ser parte de la explicación. En el terreno puede haber mandos que tengan algún grado de connivencia con uno u otro de los bandos en disputa. Y esto puede ser una operación corrupta o no. Bien pudiera darse una repetición de lo sucedido en 2014: el uso por parte del Estado de una banda criminal para derrotar o contener a otra.

La irresponsabilidad es otra causa posible. Ni el gobierno federal ni el estatal quieren correr los riesgos de interponerse entre los contendientes: mejor ser acusado de negligente que pagar los costos de posibles enfrentamientos. La desconfianza y mala coordinación entre las fuerzas federales y estatales probablemente contribuyan a la inacción: hay un juego en el que cual los actores políticos de diferentes niveles de gobierno se trasladan la responsabilidad por el conflicto.

Por último, pareciera haber una carencia radical de ideas. Después de 15 años de intervenciones federales casi continuas, queda claro el problema de Michoacán no se puede resolver a sangre y fuego, y que las botas en el terreno no son suficientes para pacificar al estado. Pero la inacción y los programas sociales tampoco parecen funcionar muy bien. Se requiere tal vez imaginar una solución política, usando herramientas de justicia transicional, en paralelo a una transformación de instituciones locales y estatales, y un programa ambicioso de desarrollo económico, todo de la mano de un proceso de desarme y desmovilización de los grupos violentos.

¿Complicado? Sin duda. Pero al menos con alguna posibilidad de éxito. El pasmo ha dejado ya de ser opción.

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