Hace cinco días, dos grupos armados se agarraron a tiros en Madera, un municipio serrano del estado de Chihuahua. Según reportes de prensa, se trató de un enfrentamiento entre la Línea, el brazo militar del Cártel de Juárez, y una banda de sicarios liderada por un individuo conocido como el Jaguar, presuntamente vinculado a los Salazar, aliados regionales del Cártel de Sinaloa. Al menos 19 personas perdieron la vida como resultado de ese choque.
Tres días antes, se registró una balacera que duró entre 40 minutos y una hora en el municipio de Choix, Sinaloa. No se sabe cuántas personas participaron en esa refriega, pero, según autoridades locales, nueve vehículos con impactos de bala fueron asegurados después del enfrentamiento. Dos cadáveres fueron encontrados en el lugar de los hechos.
Media semana antes, un bar fue atacado por unos pistoleros en el municipio de Tultitlán, Estado de México. La agresión dejó como saldo siete muertos y siete heridos. Por ahora, no se sabe nada sobre el móvil del ataque ni la identidad de los asesinos. Notoriamente, ese hecho sucedió cinco días después de que el gobierno de esa entidad federativa ordenara el cierre de bares y centros nocturnos, entre otros establecimientos públicos, como una medida para contener la expansión del coronavirus.
Estos incidentes —y varios otros más que no puedo narrar por razones de espacio— han sucedido en medio de una pandemia, tras una declaratoria formal de emergencia sanitaria, con restricciones severas a la actividad productiva y llamados urgentes a quedarse en casa.
Ocurren cuando hay menos gente que nunca circulando por calles, caminos y carreteras, cuando deberían de ser absolutamente visibles e identificables los convoyes de sicarios, cuando supuestamente debería de haber una presencia reforzada de la autoridad en el espacio público.
Pasan además cuando el crimen organizado enfrenta sus propias dificultades derivadas de la pandemia, cuando los precursores químicos se han vuelto difíciles de conseguir y las drogas difíciles de exportar, cuando no debería de haber mucho negocio que extorsionar ni mucha víctima que secuestrar.
Cuando todo esto pasa, cuando la ecuación pareciera favorecer al Estado sobre los delincuentes, sigue la violencia descarnada y cínica. Siguen los grupos armados moviéndose con impunidad completa, tanto en zonas urbanas como rurales. Y siguen los homicidios como si nada hubiese pasado: en marzo, el conteo de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) acumuló 2,585 víctimas, lo cual implica más de 3,100 en la cuenta del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Abril, por lo que se ha visto en la primera semana del mes, pinta para ser muy similar.
Esto tiene dos lecturas. En primer lugar, es una muestra de que las medidas de contención de la epidemia, decretadas por las autoridades sanitarias, no han trastocado mayormente la existencia cotidiana en muchas localidades del país. La vida sigue inalterada en buena parte del territorio y, por tanto, la violencia criminal se mantiene en la tendencia previa.
En segundo lugar, esto habla de una debilidad estructural del aparato de seguridad y justicia. Aún en condiciones relativamente favorables, tiene dificultades enormes para hacer cumplir la ley y mantener el orden en el espacio público.
Ese hecho debería preocuparnos enormemente. Si hoy, a media pandemia, con medio país confinado y restricciones crecientes a la movilidad, no podemos fortalecer el control del Estado sobre el territorio, ¿cuándo podremos? Yo creo que no pronto.
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