Siguiendo a una gira presidencial por Sinaloa, un grupo de reporteros se topó con un grupo de hombres armados y portando algo que parecía uniforme táctico. No eran policías ni soldados ni marinos, pero se comportaban como la autoridad suprema de la región.
Revisaron los vehículos, preguntaron a los periodistas hacia dónde se dirigían, se cercioraron de que no llevasen armas y advirtieron que las cámaras tenían que ir apagadas. Así como así, a pocos kilómetros de donde se encontraba el presidente López Obrador.
Y este, siendo como es, desestimó el hecho. Primero dijo que “no pasa nada, no pasó nada” y luego abundó un poco más sobre el episodio. Refiriéndose al uso de uniformes de estilo militar, dijo que “eso sucede en Jalisco, en otras partes, está mal no debe de suceder, pero no sólo es el caso de Sinaloa” (lo cual es técnicamente cierto). Y sobre el porte de armas por estos hombres, señaló que “hay personas que están actuando, pensando que se debe de cuidar una región, que quienes pasan no lleven armas y a veces hay confusiones, pero en general todo bien”. Así es: en general, todo bien; en particular, no sabemos.
Y esto que pasa no solo en Sinaloa y que está mal y que es de personas actuando y protegiendo regiones y a veces confundiéndose (nadie es perfecto), no es señal, según lo declarado por el presidente, de que grupos armados controlen tramos del territorio nacional: “No, no, eso lo piensan los conservadores, yo no soy Felipe Calderón, para que quede claro”.
Y por supuesto, nada queda claro tras semejante metralla declarativa ni se entiende qué hacen los conservadores en este revoltijo (conservador: toda persona que tenga una opinión distinta a la del presidente sobre cualquier tema, así sea la horticultura, los refrescos de grosella o el softball).
Pero hay que reconocer que, con todo y todo, el presidente (casi a pesar suyo) plantea aquí una discusión interesante: ¿qué queremos decir cuando hablamos de “control”?
Veamos los datos del incidente sinaloense (que bien pudo haber sido jalisciense o michoacano, como apuntó el señor presidente). En la zona en comento, el presidente y dos gobernadores entraron y salieron sin mayor problema y anunciaron obras y programas públicos. Y en la región, hay escuelas y clínicas y se celebran elecciones y se levantan censos. Incluso, no muy lejos, hay Ejército y Marina y Guardia Nacional. Pero, al mismo tiempo, unos civiles armados con algo más que escopetas de caza (y vestidos para lucir como algo que no son) montan retenes para decidir quién pasa y quién no. El día de una gira presidencial, ni más ni menos.
Entonces, ¿el Estado tiene o no control sobre ese territorio? Pues sí y no. Porque control no es un término absoluto ni se presta a preguntas binarias. El Leviatán es una abstracción. El Estado como detentador del monopolio sobre el uso legítimo de la violencia es una aspiración, no una realidad (y depende de las definiciones precisas de “monopolio”, “legitimidad” y “violencia”).
En la práctica, el control sobre el territorio siempre está en flujo. Hay cosas que se pueden gobernar desde un aparato burocrático formal y cosas que se tienen que negociar y gestionar con múltiples actores no estatales, algunos de los cuales tienen una clara deriva criminal. Y esas cosas de naturaleza distinta pueden coexistir en el mismo espacio físico.
La tarea de construcción del Estado es ir ensanchando gradualmente el espacio de las cosas gobernables con reglas formales y acotando aquellas donde se impone la negociación o la fuerza. Pero eso es labor de generaciones: no empieza ni puede culminar en una sola administración.
Admitir eso no es conservador. Ni liberal. Es simple realismo.
para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión, planes para el fin de semana, Qatar 2022 y muchas opciones más.