Primero lo primero: no creo que exista ningún tipo de pacto, arreglo o componenda que conecte al liderazgo de un grupo criminal con el presidente Andrés Manuel López Obrador .

Y no lo creo, en primera instancia, porque así nunca han funcionado las relaciones entre el Estado y el crimen organizado. La imagen de un narco entrando a Palacio Nacional o a Gobernación a tejer acuerdos con el gobierno en turno es algo que solo existe en las series de Netflix . Los arreglos de “pax narca” siempre fueron una red compleja de complicidades múltiples, dependiente de relaciones circunstanciales entre traficantes específicos y funcionarios con presencia e influencia local (gobernadores, jefes de policía, comandantes de la PJF, jefes militares, etc.).

No lo creo tampoco porque el presidente podrá tener muchos defectos, pero no es ingenuo y menos suicida. Ha visto lo que está pasando con Genaro García Luna . Vio lo que sucedió con el general Salvador Cienfuegos . No puede ser ajeno a la reciente extradición a EU del expresidente de Honduras, Juan Orlando Hernández . Dudo que el presidente quisiera ponerse en la mira de la DEA, una agencia que tiene muchos ojos y memoria larga.

También dudo que exista una política explícita, coordinada y de alcance nacional de tolerancia a grupos o actividades ilícitas. Por razones que he expresado en columnas anteriores: las prisiones están más que llenas, las Fuerzas Armadas están involucradas como nunca antes en tareas de seguridad pública, los enfrentamientos entre militares y civiles armados no han cesado, los decomisos de drogas no se han frenado y varias figuras importantes de las bandas criminales han sido detenidas en el transcurso de la actual administración.

Si a los datos nos remitimos, no es una política particularmente blanda o abrazadora.

Sin embargo, el presidente parece decidido a convencer a la opinión pública (o a una parte de ella) de que hay algo extraño o tenebroso en su relación con algunos grupos criminales.

Asumió la responsabilidad directa por la liberación de Ovidio Guzmán (cambiando la versión inicial de que solo había avalado la decisión del gabinete de seguridad).

Saludó frente a las cámaras y los micrófonos de los medios a la madre de Joaquín El Chapo Guzmán.

Alabó la decisión de un grupo de soldados de no enfrentar a una banda de pistoleros en Nueva Italia, Michoacán, alegando que estos últimos también “son seres humanos”.

Justificó la presencia de un retén de civiles armados en Sinaloa, argumentando que eso también pasa en otros estados.

Nada de eso es evidencia concluyente de nada. Y como ya lo expresé arriba, no creo que haya algún tipo de connivencia. Pero el presidente no es ingenuo. Claramente sabía cómo podían ser interpretadas esas palabras.

Y lo hizo de todos modos, probablemente porque considera que vale la pena pagar el costo de la sospecha si eso le permite marcar distancia frente a los gobiernos del pasado.

Siento que en esta ocasión le está fallando el instinto político. En una encuesta reciente, 82% de los entrevistados se declaró en contra de la afirmación del presidente de que el gobierno debe cuidar a los miembros de bandas porque también son humanos.

Pero más importante, ¿qué pasa si los integrantes de tales o cuales grupos armados compran la retórica presidencial y actúan en consecuencia? ¿No podrían intensificar las agresiones en contra de personal militar con la expectativa de que no habría respuesta? ¿No podrían algunos funcionarios públicos volverse blanco de algunas bandas porque se sembró la sospecha de una complicidad (aunque no exista)?

En este asunto, las percepciones cuentan casi tanto como la realidad.

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