Tal vez muchos no lo recuerden, pero este país vivió en la zozobra durante décadas. De 1917 a 2014, la Constitución solo preveía que, en caso de falta absoluta del presidente de la República, la designación de un presidente interino o sustituto (dependiendo del número de años que le quedasen al sexenio) era arrojada al Congreso, constituido en Colegio Electoral.

En esas circunstancias, no era impensable un escenario en el que México se quedase sin presidente durante semanas y hasta meses. No era difícil de imaginar una parálisis en el Congreso, con la multiplicación de posibles aspirantes, la intervención de poderes fácticos y un cuerpo legislativo trabado, incapaz de construir una mayoría. Algo así como un cónclave romano, pero con esteroides.

Está de más señalar que algo así hubiese tenido secuelas catastróficas y que la presunta ventaja de evitar que el sucesor constitucionalmente designado conspirara contra el presidente en funciones (algo bastante común en el siglo XIX) no era suficiente para colocar al Estado mexicano ante un posible abismo.

Por fortuna, hace poco más de una década, hubo un arranque de cordura colectiva y se modificó el artículo 84 constitucional para tener un sucesor automático: la persona titular de la Secretaría de Gobernación. Es decir, el país no se quedaría en lo inmediato sin presidente, al menos por 60 días.

El problema es que, al cabo de ese periodo, nos regresaríamos al escenario anterior: la elección de un presidente interino o sustituto sería arrojada al Congreso. Es probable que el presidente o presidenta en funciones (antes cabeza de Gobernación) recibiese el visto bueno para permanecer en el cargo. Pero probable no es seguro: en 60 días, se pueden ganar muchos enemigos y perder muchos aliados. El cónclave romano es aún una posibilidad no menor.

El país sigue viviendo al filo de la navaja.

Por eso, es absolutamente crucial en México comunicar adecuadamente cuando el presidente enfrenta problemas de salud (y más cuando ya hay un historial público de dificultades varias).

No dudo que el presidente López Obrador se encuentre bien y su recuperación del Covid-19 vaya viento en popa. Así lo deseo.

Pero eso no quita que lo ocurrido el fin de semana es absolutamente inaceptable para un país con mecanismos sucesorios frágiles.

En cuestión de minutos, dieron versiones distintas el vocero de la Presidencia, Jesús Ramírez Cuevas, y el propio presidente López Obrador por medio de su cuenta de Twitter. Y desde ese tuitazo, no volvió a haber más comunicación hasta la mañanera del día siguiente, 16 horas después. Y luego un día entero de silencio.

No sorprende que un entorno de ese tipo se llene de rumores descabellados y especulaciones sin base. Pero esos rumores y esas especulaciones no son culpa de los malquerientes, sino de los encargados de la comunicación gubernamental. Twitter es como el barroco: tiene horror al vacío.

Tampoco se pide tanto. No tienen que mostrar los ultrasonidos o los resultados de las pruebas de sangre del presidente. Basta con un mensaje claro, coordinado, proveniente de una sola ventanilla, con actualizaciones oportunas a intervalos más o menos regulares, idealmente transmitido por los médicos tratantes (para responder a dudas técnicas pertinentes en caso necesario).

Y sólo hay que responder unas cuantas preguntas: ¿Qué tiene el presidente? ¿Qué tratamiento está recibiendo (y dónde)? ¿Cuál es la evolución probable?

Con eso es más que suficiente.

No creo que sea mucho pedir para evitarle al país un arranque de incertidumbre.

Twitter: @ahope71

Google News

TEMAS RELACIONADOS