El 25 de noviembre, se conmemoró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Esta fecha ha provocado de nueva cuenta una discusión nacional sobre la violencia de género y, particularmente, sobre su manifestación más brutal: el feminicidio.
Para entender el problema, es necesario recordar que el homicidio es un fenómeno predominantemente masculino. La inmensa mayoría de las víctimas y los victimarios son hombres: en un año promedio, solo 10% de las personas asesinadas son mujeres.
Sin embargo, los asesinatos de mujeres tienen algunas peculiaridades que los hacen particularmente atroces y que dicen mucho sobre los patrones generales de violencia que enfrentan las mexicanas. Usando como fuente las estadísticas de mortalidad del Inegi, van algunas que me parecen particularmente reveladoras:
1. Las mujeres que son asesinadas tienden a ser más jóvenes que las víctimas de sexo masculino. En 2018, el 43% de las mujeres víctimas de homicidio tenía menos de 30 años. La cifra comparable para los hombres fue 37%.
2. Entre los hombres asesinados en 2018, solo 10% no trabajaba al momento de su muerte. En cambio, casi la mitad de las mujeres asesinadas (45%) no tenía un empleo remunerado cuando fue víctima de la agresión fatal.
3. Entre los hombres, 72% de los homicidios en 2018 se cometieron con armas de fuego. Entre las mujeres, hubo mayor diversidad de métodos: 58% murieron por arma de fuego, 15% por ahorcamiento, estrangulamiento o sofocación, y 13% con objeto cortante.
4. En su gran mayoría, los hombres son asesinados en espacios públicos: en 2018, sólo 10% de las víctimas masculinas de homicidio recibió la lesión fatal en una vivienda particular. Para las mujeres, la proporción comparable fue 25%.
Estos datos sugieren que la violencia contra las mujeres es cualitativamente distinta a la que enfrentan los hombres.
En primer lugar, esto apunta a que el hogar no es un lugar seguro para una proporción importante de mujeres y que muchas de ellas cohabitan con sus agresores. Es una violencia más doméstica, menos pública y, por tanto, más invisible.
Segundo, en mayor proporción que en el caso de los hombres, la violencia letal en contra de las mujeres se inscribe en un continuo de violencias, que puede empezar con los insultos, seguir con las golpizas, continuar con agresiones sexuales y acabar con un ataque mortal a cuchillo limpio.
Tercero, la violencia contra las mujeres tiende a ser en promedio más brutal que la que afecta a los hombres. La alta proporción de homicidios con medios distintos a las armas de fuego habla de una intención de no sólo quitarle la vida a una persona, sino de producirle dolor y destruir su dignidad. Esto habla de motivaciones que rebasan con mucho un uso “estratégico” de la violencia.
Cuarto, dado este carácter doméstico e incremental de la violencia contra las mujeres, muchos feminicidios son dolorosamente prevenibles. Si las instituciones de seguridad y justicia atendieran eficazmente los reportes tempranos de violencia intrafamiliar o hicieran cumplir adecuadamente las órdenes de protección que amparan a muchas mujeres, muy probablemente se evitarían un buen número de feminicidios.
En resumen, matan a las mujeres porque dejamos que suceda, porque la autoridad no interviene cuando debe, porque no se previenen ni se visibilizan otras violencias que son indicadores tempranos de violencia letal. Matan a las mujeres porque, como sociedad, el asunto nos vale madres.
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