A Héctos Masuh, por preocupaciones compartidas
En anterior colaboración, hacía referencia a un texto de J. Rifkin (El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era), destacando que “Las revoluciones mecánica, biológica y química en la agricultura han hecho que millones de trabajadores del campo se hayan quedado sin empleo”. Este documento se publicó en 1996, es decir, corrió bastante agua desde entonces. En un sentido similar, R. Sennett apuntaba en La corrosión del carácter (2000), notas múltiples sobre el impacto de las tecnologías en el desplazamiento de la fuerza de trabajo en actividades industriales y de servicios. Luego entonces, no se trata de nada nuevo.
Actualizando la discusión, lo que vale poner de relieve es el impacto exponencial, siguiendo la saga reflexiva, de que en los últimos años los procesos de digitalización acelerados, y en particular, las aplicaciones en Inteligencia Artificial (IA), perfilan más drásticamente las repercusiones en los mercados de trabajo y en los perfiles de ocupaciones como nunca antes pasó. Para las universidades, en general para los procesos de escolarización, se trata de un desafío cotidiano: ¿para qué formar traductores, diseñadores, periodistas, docentes, panaderos y un largo etcétera, si en breve serán ocupaciones no solicitadas o no al menos en el número de la matrícula existente? Un panorama un poco desolador, mirando con un solo ojo.
Exige respuestas diferentes a las preguntas formuladas por Iván Illich, en cuanto a la sociedad desescolarizada, reconociendo que “Instrucción es la selección de circunstancias que facilitan el aprendizaje. Las funciones se asignan fijando un currículum de condiciones que el candidato debe satisfacer para pasar la valla. La escuela vincula la instrucción —pero no el aprendizaje— con estas funciones”. Apretando más las tuercas de este planteo, se construye un sujeto adaptado a responder a cualquier circunstancia, siguiendo el razonamiento de R. Sennett: “El capitalismo flexible ha bloqueado el camino recto de la carrera, desviando a los empleados, repentinamente, de un tipo de trabajo a otro”. En la estadística oficial mexicana esto es el pan de todos los días.
Asistimos, pues, a la fractura de la centralidad del trabajo en la actividad humana. Al home office y la uberización del trabajo se suma la presencia directa de la IA en los procesos de trabajo. Como un hecho social, la identidad, que durante siglos fue el producto de la socialización y el hecho de compartir el espacio y tiempo laborales, está en entredicho. Vale señalar que lo que va cambiando son las condiciones en que se realiza el trabajo, la tarea, y en muchos casos, los operarios. Específicamente, en el caso de la IA, está desafiando y, en muchos sentidos, fracturando el concepto tradicional de la centralidad del trabajo en la actividad humana. En lo que hace a los procesos de automatización y su correlato en el incremento de la desocupación, desplazando ocupaciones en las que campeaba la repetitivo, la rutinización laboral, se aprecian dos movimientos que se producen al mismo tiempo: sigue generándose valor e impacta en la identidad de los trabajadores.
Detengámonos en esto de la generación de valor. Para K. Marx, el valor es el producto del trabajo humano. Algunos economistas señalan que si la IA remplaza al trabajo humano se reduce la creación de valor humano, pero es pertinente anotar que con la automatización, por un lado, se explota más a los operarios humanos y, por otro, que de manera indirecta, cambiando su forma, sigue habiendo procesos de extracción de plusvalor, ya que el propio diseño, programación y control de la tarea están presentes, ahora en la construcción de consignas y líneas de mando específicas, a realizar por operarios no humanos, robots (se maximiza la producción, se reduce en algunos casos el costo de la fuerza de trabajo, en particular en las tareas en donde se aprecia una clara disminución en el tiempo de trabajo socialmente necesario para realizar determinada mercancía material o inmaterial). No se aparta este proceso de la exigencia central del capital: la obtención del plusvalor, a la par de que para lograr éste es necesario el control, la dominación. En palabras de Marx, “El motivo impulsor y el objetivo determinante del proceso capitalista de producción, ante todo, consiste en la mayor autovalorización posible del capital, es decir, en la mayor producción posible de plusvalor y por consiguiente la mayor explotación posible de la fuerza de trabajo por el capitalista. Con la masa de los obreros simultáneamente utilizados crece su resistencia y, con ésta, necesariamente, la presión del capital para doblegar esa resistencia”. Con la IA se encara la resistencia, por un lado, pero también puede emular, paradójicamente, “la masa de los obreros simultáneamente utilizados”, ahora con el sustento de la robotización de los procesos de trabajo.
Bajo esta premisa, se puede releer a K. Schwab (La cuarta revolución industrial), y su argumentación de que la automatización y la IA están modificando las condiciones de la economía global; incluyamos en esto de manera sustantiva la transformación del trabajo como actividad humana práctica, modificando al tiempo la relación trabajo humano-creación de valor. Este replanteamiento a la luz de condiciones tecnológicas que nos descolocan por todos lados (la generación ansiosa, por una parte, el fin del trabajo, por otra, así como la flexibilidad que modifica al sujeto estandarizado para, con sustento en la tecnología, tener una condición de estandarizado universal, valga la paradoja). Pero también nos replantea algo expuesto por R. Baldwin (El trabajo del futuro), en cuanto a redefinir qué es el trabajo y cómo se valora socialmente, cómo se reconoce un atributo social que tiene repercusiones en múltiples campos. Estas preguntas son pertinentes al relacionar nuevas tecnologías con trabajo físico (desgaste, “karoshi”), la organización del trabajo intelectual (carga mental, “burnout”) y la distribución de la riqueza generada por la automatización (esto implicaría abrir un espacio reflexivo para repensar la desigualdad social, y algo que a mí me sacude, atender el peso de las clases sociales y las corporaciones).
Concluyamos con preguntas emparentadas: ¿Qué es el trabajo (humano); cómo se valora; cómo asociarle a la necesidad de la reproducción humana?, todo esto es un motivo de preocupación académica y, en mi caso, personal (pienso en mis hijos y su futuro). Me vienen a la memoria versos del poeta Antonio Machado (Retrato), y me veo en ese retrato. Me conmueve no tener estas certezas cuando pienso en mis hijos -y sus pares-, en el futuro próximo: “Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago, el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”. ¿Este retrato se está desdibujando aceleradamente en estos nuestros tiempos, más difíciles de lo imaginado por C. Dickens?
Sin negar lo señalado, ojalá el 2025 nos dé más alegrías.
(Profesor UAM)