La alusión de "la sociedad que se organiza", de Carlos Monsiváis, refería experiencias populares (los trabajadores de la educación, las acciones del movimiento urbano popular, el movimiento estudiantil y la insurgencia civil en el terremoto de 1985), tomando nota en su “Entrada libre, crónicas de la sociedad que se organiza”, del eje transversal manifiesto en el reconocimiento en la movilización, en la construcción identitaria que se expresa en acciones, en la cultura popular, en fin, en luchas emancipatorias. Aprecio un vínculo dialéctico de las necesidades y las crónicas de movimientos en defensa y/o creación de derechos para atenderlas.
Hay una relación estrecha entre lo enunciado y las políticas públicas, entendiendo que estas últimas constituyen el conjunto de acciones y decisiones colectivas que buscan responder a problemas sociales, económicos o ambientales. Aunque el Estado puede ser el actor central por su legitimidad y sus recursos, no actúa en soledad. En la práctica, se trata de un entramado de gobernanza donde participan organismos internacionales, las discusiones multívocas y decisiones del poder legislativo, las cámaras empresariales, universidades, colectivos ciudadanos, laboratorios de ideas (en parte, con gran influencia de las corporaciones de las que, siguiendo el escrupuloso análisis de David Korten -Cuando las transnacionales gobiernan el mundo-, deviene el trabajo diverso del cabildeo a favor de los grupos concentrados).
Trazamos algunas notas sobre la importancia de las organizaciones sindicales en la construcción social amplia. Representan una de las formas más sólidas de sociedad organizada, pues históricamente no sólo han defendido derechos laborales -salario justo, jornada limitada, seguridad social-, ampliando su lucha hacia derechos sociales más amplios, como la vivienda, la educación, la salud o el acceso y/o creación de infraestructura y equipamiento urbano.
En este sentido, la importancia de la sociedad organizada radica en su capacidad para convertir las demandas de los trabajadores en políticas públicas que eleven la calidad de vida y fortalezcan la ciudadanía. Sin soslayar la complejidad y diversidad de los destacamentos sindicales, ni sus diferencias y confrontaciones en las realidades nacionales específicas, haciendo abstracción de estas condiciones históricas, la acción sindical no se agota en la negociación salarial y en la negociación de las condiciones de trabajo, configurándose en una verdadera escuela de democracia (la realmente existente): enseña a deliberar, a construir intereses colectivos y a defenderlos en el espacio público.
No es producto de una ocurrencia. Ilustremos con un argumento recurrente en los estudios laborales: si bien la negociación colectiva es el medio privilegiado por los trabajadores para participar, sin embargo en el horizonte sindical están emergiendo diferentes formas de participación que han propiciado que procesos de tránsito de esquemas en donde dominaba “el punto de vista tradicional de los jefes de empresa, que querían que la consulta paritaria se limitase a la transmisión de informaciones al personal, esté a punto de ser remplazado por ideas más progresistas, reconociéndose que es deseable que los diversos grupos de intereses tomen las decisiones en común” (Córdova, 1982). Sus alcances rebasan las fronteras de los espacios de trabajo, como trataremos de argumentar líneas adelante.
La comparación internacional permite ilustrar con datos esta hipótesis. En los países nórdicos y centroeuropeos, donde los sindicatos mantienen una fuerte presencia en la escena y políticas públicas, se observa una relación estrecha entre sindicalización y participación electoral, sin soslayar lo que implica el equipamiento e infraestructura urbana para la atención de los trabajadores. Islandia, por ejemplo, cuenta con una densidad sindical cercana al 90% y registra una participación del 80.7% en sus elecciones parlamentarias de 2024. Dinamarca, con un 67% de sindicalización, alcanzó 84.2% de participación electoral en 2022; y Suecia, con 66%, llegó a 84% en el mismo año. Bélgica, con alrededor del 54% de sindicalización, alcanzó un 88.5% de votantes en 2024. Aunque existen matices -como el caso de Finlandia, que con un 60-65 % de sindicalización tuvo una participación menor, de 68.5 %-, la tendencia general indica que una sociedad con alta organización sindical tiende a mostrar también un mayor compromiso con las urnas.
Acerquemos nuestra mirada a América Latina. El panorama latinoamericano refuerza esta idea, aunque introduce factores adicionales, como el voto obligatorio. Bolivia, con 39.1% de sindicalización en 2019, registró un 88.4% de participación en las presidenciales de 2020. Uruguay, con 30.1% en 2019, alcanzó 89.5% en sus elecciones generales de 2024. Argentina, con 27.7% de sindicalización, tuvo 77.4% de participación en 2023. En contraste, países con menor densidad sindical, como México (12.4% de sindicalización) o Colombia (alrededor de 9.5%), exhibieron tasas más bajas de participación electoral -60.9% y 58%, respectivamente- en sus elecciones recientes. Casos intermedios, como Perú, muestran que, pese a su baja sindicalización (9.5%), la participación puede ser alta (74.6% en 2021), lo que evidencia la influencia de factores institucionales y culturales.
El patrón general sugiere que existen vínculos entre lo organizado (en los ejemplos citados, la organización sindical) y la participación electoral. Ello responde en parte a que los sindicatos no sólo movilizan a los trabajadores en defensa de derechos concretos e inmediatos, es decir, que aparte pueden volcarse en pensar en las condiciones en el piso de la fábrica, en general en los espacios laborales, y la reflexión sobre las condiciones y medio ambiente de trabajo, así como su correlato en la socialización en prácticas democráticas que incrementen la disposición a participar en las urnas.
Podría objetarse que esta fórmula de “a mayor sindicalización, mayor asistencia a las urnas” resulta determinista. En efecto, la realidad es más compleja: intervienen variables como la obligatoriedad del voto, la cultura política, la desigualdad o el desarrollo institucional, el peso de la acción estatal, las influencias de la construcción del orden presentes en el pensamiento religioso, entre otras. Sin embargo, la evidencia empírica muestra que allí donde los sindicatos son fuertes, la democracia representativa tiende a ser más robusta, no sólo por la defensa de derechos laborales, sino porque la organización colectiva se traduce en una sociedad que se organiza, reforzando la legitimidad de las instituciones y la vitalidad de la ciudadanía.
Ahora, vale preguntarse sobre las nuevas formas de trabajo, es decir, de procesos de trabajo en plataformas, del teletrabajo y de la denominada uberización del trabajo, esto sin considerar la compleja discusión sobre la informalidad laboral. ¿Este horizonte de cambio en el sistema de relaciones laborales (desvinculación laboral formal incluida), abre espacios para la anomia social, así como genera un retraimiento de la acción democrática, porque se trata justamente de prácticas laborales que desalientan la participación y la actividad colectiva? Si el trabajo asalariado formal estuvo históricamente asociado a instituciones que daban sentido y protección: sindicatos, contratos colectivos, seguridad social, acceso a vivienda, educación y sistemas de salud, ¿qué sucede cuando estos marcos normativos se erosionan? Los marcos normativos en disputa (la desregulación se dirige hacia allá) no sólo garantizaban derechos materiales, así como también constituían referencias simbólicas de pertenencia, sin embargo, con la uberización el trabajador queda aislado, reducido a su propio esfuerzo individual (envuelto en el endulzado argumento del emprendedurismo), sin mediaciones colectivas. En nuestra perspectiva, esto genera un proceso de ruptura con los referentes normativos comunes, enriqueciendo un terreno fértil para la anomia.
No se aparta el trabajo de plataformas de la individualización y fragmentación del sujeto. En las plataformas los trabajadores compiten, rehacen en el mundo del trabajo el darwinismo social, sin que necesariamente se haga esta lectura desde los actores laborales implicados, a lo que se suma la ausencia de estructuras de apoyo. Con ambos ejemplos creemos que es posible afirmar que, en su devenir, generan el desaliento de la participación democrática, lo que no es un accidente sino un hecho buscado.
La disminución de la musculatura sindical se traduce en disminución de la acción política. La atomización de los trabajadores, en espejo, se aprecia en la atomización de la acción colectiva. Así, la deliberación colectiva es engullida por la necesidad ordinaria, erosionando las zonas de cohesión social. Las nuevas formas de trabajo, los avances de la Inteligencia artificial con sus efectos en el desplazamiento del trabajo humano, la precariedad laboral, la algoritmización de la sociedad, conforman un combo que, en un círculo regresivo, podrían atentar contra la construcción de derechos y las políticas públicas.
Esta es parte de una discusión que va a continuar en este espacio. Por lo pronto, habrá oportunidad de discutir estas ideas en el conversatorio sobre Políticas públicas y el papel de las organizaciones, a realizarse en el XXXIX -toda una historia larga y consistente de tareas- Congreso de Investigación del Departamento de Producción Económica de la Universidad Autónoma Metropolitana (Un mundo en tensión. México y los escenarios globales), en estos días finales de septiembre.
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