Parto de la premisa de que en el reciente proceso electoral en Argentina se presentó un repertorio múltiple, en algunos casos incoherente, de ideas, sensaciones y argumentos que se convirtieron en materia prima a procesarse algorítmicamente para influir en el comportamiento electoral, independientemente de que se tratase de gente pobre o en condición de opulencia. Es decir, que se construyó un escenario favorable a la política de Milei -apoyo activo del gobierno de Trump, significación política del apoyo de los grupos oligárquicos argentinos, fragilidad conceptual en grupos poblacionales afectados por la política de Milei, pero que siguen apoyándolo (por ello la argumentación del síndrome de Estocolmo) y limitaciones en las banderas de la oposición peronista, reduciendo su acción a “frenar a Milei”, entre otras.
El triunfo electoral de Javier Milei no puede explicarse como un accidente político ni como el simple efecto de un malestar económico. Fue el resultado de un proceso de ingeniería comunicacional que operó sobre las emociones sociales, modeló la atención colectiva y programó los reflejos políticos del electorado. La llamada “opinión pública” de Pierre Bourdieu -esa construcción que él denunciaba como inexistente- se convirtió, en la era de los algoritmos, en un producto industrial e intangible (sin paradojas). No son ya los sondeos los que fabrican consenso, sino los sistemas de recomendación que traducen en datos nuestras pulsiones, miedos y deseos.
La anatomía de la estrategia desplegada por el gobierno de Milei apunta en varios sentidos. Destaquemos dos:
1) Ingeniería algorítmica del consentimiento. El proceso electoral argentino reciente no puede leerse sólo en clave de ideologías o programas, sino como una sofisticada operación de psicopolítica digital, en la que los algoritmos de redes sociales —especialmente TikTok, YouTube y X (Twitter)— funcionaron como máquinas de simplificación afectiva. Se procesaron emociones sociales (miedo, frustración, resentimiento, aspiración meritocrática) y se las tradujo en mensajes políticos de alta pregnancia emocional y baja densidad racional, compatibles con la lógica de consumo rápido de la era digital. El mismo dispositivo tecnológico que precariza el trabajo y fragmenta la atención se convierte en el canal que construye la subjetividad política del votante. En este sentido, la campaña de Milei no se basó tanto en convencer racionalmente, sino en generar adhesión pulsional; una especie de “capitalismo neuronal” (Han) aplicado a la política;
2) Convergencia de élites y apoyo externo. La referencia del apoyo de Trump y de los grupos oligárquicos argentinos es fundamental. El alineamiento con la ultraderecha transnacional (Trump, Bolsonaro, Vox, Musk) consolidó la narrativa de Milei como parte de una “internacional libertaria”, cuyo objetivo es desmantelar las instituciones del Estado social y deslegitimar el conocimiento científico.
Los grupos económicos locales -financieros, agroexportadores, mediáticos- encontraron en Milei una oportunidad de restaurar su hegemonía sin intermediarios, impulsando un Estado mínimo que, en realidad, maximiza su poder de decisión.
Este apoyo externo fue procesado de diferente manera. Por ejemplo, el consultor político Jaime Durán Barba, comentaba: “No hay país más antinorteamericano que Argentina”. Una afirmación sin matices y sin la tensión del tiempo histórico. Comentaba que era un factor que iba a jugar en contra en las elecciones. Después, en una colaboración periodística señaló su pertenencia a otra forma de entender las cosas, matizando su afirmación. Recordemos, asimismo, por otro lado, afirmaciones descabelladas, pero presentes en segmentos libertarios. Sabrina Ajmechet sin anestesia, afirmaba: “Detesto la bandera argentina con el sol”; “Entre patria o colonia elijo colonia”. Brillando con luz propia, es un decir, Lilia Lemoine (2024) señalaba: "Hace más de 200 años Argentina ha dejado de ser una colonia extranjera. Pero es un debate interesante, porque, a ver, si ser colonia es ser un país que funciona y patria es esta miseria, prefiero ser colonia". La influencia en este discurso es difícil ponderar, lo que sí puede ponerse más de relieve es el discurso de la estabilidad (ese marco de seguridad tan necesario en un país castigado), en donde si jugó un papel clave la intervención norteamericana inyectando dólares a la economía argentina. Argentina se configuró en el tiempo reciente en un país intervenido, con la complacencia de muchos argentinos (los “colaboracionistas” electorales): por sus votos los conoceréis.
Bajo la premisa de que partimos del capitalismo de la vigilancia como sembrador-cosechador de emociones, aspiraciones, historias vividas, es decir, del ensamble de la condición humana como materia prima de apropiación, podemos destacar varios movimientos:
1. Manejo y control de las emociones políticas primarias: miedo, bronca, resentimiento. De este caudal, la materia emocional fue la más explotada. Las redes sociales detectaron patrones de ira colectiva vinculada al hartazgo con la “casta”, la inflación persistente, la inseguridad y la sensación de impunidad de las élites políticas.
Esas emociones fueron cartografiadas y amplificadas algorítmicamente mediante videos cortos, memes y consignas disruptivas (“que se vayan todos”, “el Estado te roba”, “viva la libertad carajo”), que convertían la frustración en identificación con un enemigo común.
El algoritmo aparte de medir las emociones, las reconfiguró, privilegiando contenidos de alto impacto afectivo que maximizaban la permanencia en pantalla de la televisión, de la consulta en youtube y de los celulares (es decir, la reconfiguración de la política frente a los ojos, y por ende, el adoctrinamiento).
2. Hábitos digitales y patrones de consumo de información
Otra materia prima fue la huella digital del comportamiento cotidiano, en donde se apreciaban los videos compartidos, el humor que se consumía (Gelatina de un lado, con el 3% y alta coimera, expresiones claramente dirigidas; Carajo del otro, retomando claramente las alusiones de Milei. La visita no ingenua a ciertas páginas, y la asociación de palabras (las palabras generadoras como formas de control, en esta pedagogía política de la digitalidad). Esta minería de datos permitió microsegmentar al electorado: jóvenes precarizados, clases medias en descenso, jubilados empobrecidos, etc. Eso a su vez se tradujo en una política comunicacional desigual para los desiguales, generándose narrativas a la medida: a los segmentos más jóvenes, los argumentos “anti Estado, anti impuestos”, como factores de rebelión de la derecha, mensajes de orden para adultos, cuestionando a los ñoquis (los ñoquis se acostumbran comer a fin de mes en Argentina; utilizando ese mensaje, se alude a los aviadores en México, por ejemplo, que se presentan a fin de mes a cobrar, destacando la palabra “parásitos” en Argentina).
3. Lenguaje cotidiano y repertorios simbólicos
El análisis de comentarios, hashtags y búsquedas permitió capturar una materia semiótica, pues palabras como libertad, casta, meritocracia, corrupción, privilegios, Estado fueron resemantizadas por las fuerzas libertarias, incluso vaciándolas de contenido y al mismo tiempo saturándolas de carga emocional. Se constituyeron en mojones culturales, en marcas identitarias no para el debate sino para la emoción como bandera. Emoción mata racionalidad. El vaciamiento conceptual y las condiciones productoras de fragilidad conceptual no son producto de generación espontánea, sino de un trabajo fino en abono del fetichismo (ocultando las relaciones productoras de control y domesticación social) y la alienación.
4. Vulnerabilidades económicas y culturales
También se procesaron datos estructurales del malestar social:
Desempleo, informalidad, inflación, descenso del consumo, saturación mediática de la crisis. Los algoritmos detectaron que estas condiciones generaban sentimientos de abandono y desesperanza, transformándolos en combustible para un discurso antipolítico.
Con base en el panorama expuesto, podemos ensayar la idea de que lo que se presentó como libre decisión ciudadana fue el efecto de una arquitectura invisible que absorbió, procesó y devolvió estados de ánimo colectivos bajo la forma de una elección. La política argentina de 2023 se cocinó literalmente en las plataformas digitales. TikTok, X y YouTube reemplazaron los viejos espacios deliberativos por cápsulas de quince segundos donde el pensamiento se simplifica y la emoción se amplifica. Como advirtió Byung-Chul Han, el capitalismo neuronal no domina al sujeto desde fuera, sino que lo explota desde dentro; convierte la libertad en un dispositivo de rendimiento y de obediencia.
El discurso de Milei se ajustó a esa lógica. Cada video viral funcionó como una unidad mínima de excitación, una cápsula de ansiedad y esperanza que las plataformas redistribuían de acuerdo con la respuesta fisiológica de los usuarios. Frases como “el lunes explota el mercado” o “si pierde Milei esto se va al carajo” no eran consignas espontáneas, sino detonadores calibrados para activar el miedo colectivo. Los algoritmos medían la reacción, clasificaban los cuerpos afectados y reenviaban el mensaje a perfiles semejantes. Era una orquesta sin director, pero con partitura precisa: red → medio → red → mercado → red.
La televisión amplificaba el ruido digital (sin olvidar su tarea histórica de construir pasividad social); las radios lo legitimaban como noticia; los mercados reaccionaban a la expectativa de caos. De ese modo, una frase lanzada en redes podía transformarse en movimiento de precios o en corrida cambiaria. El mensaje se validaba no por su verdad, sino por su circulación, legitimándole; no por su coherencia, sino por su capacidad de mover afectos.
Los medios tradicionales como la televisión y la radio se caracterizan por una comunicación monológica o unilateral, mientras que las redes sociales permiten y fomentan un intercambio dialógico. En la comunicación monológica de TV y radio, una de las partes, como anotamos, la audiencia, se presenta como pasiva, mientras que en las redes sociales resalta la interactividad y la conversación, con múltiples sentidos y determinaciones. No obstante, se aprecian “compartimentos estancos comunicativos”, esto es, la formación de cámaras de eco o burbujas de filtro que cierran la posibilidad de pensar en estos tiempos de la digitalidad en la plaza pública.
La política convertida en espectáculo digital es la manifestación perfecta de lo que Shoshana Zuboff denominó capitalismo de la vigilancia: un nuevo orden económico que reclama la experiencia humana como materia prima gratuita para la traducción en datos de comportamiento. En Argentina, sí, se puede afirmar, esa materia prima fueron las emociones colectivas -miedo, bronca, resentimiento, frustración y deseo de revancha-, apropiadas por los sistemas de recomendación y devueltas como mensajes políticos dirigidos. Los grupos hegemónicos aluden a los argentinos de bien, excluyendo al 50% de la población con estigmatización entonada a coro: enfermos mentales, contagiosos, planeros, “negros”, los orcos (Macri): "Los jóvenes no se van a quedar en casa y los orcos van a tener que medir muy bien cuando quieran hacer desmanes en la calle".
Los algoritmos no buscan informar, sino predecir comportamientos. Su lógica no es la del debate, sino la de la anticipación: saber antes que el sujeto lo que va a sentir o decidir. El votante, convencido de ejercer su libertad, actuó dentro de un sistema que ya había previsto su reacción. La “libertad” se volvió ilusión de autonomía dentro de una estructura de obediencia anticipada. Byung-Chul Han lo resume: el sujeto neoliberal se explota a sí mismo creyendo que se realiza. En la versión política de esa autoexplotación, el votante se somete creyendo que elige.
El nado sincronizado de la comunicación política consistió en hacer pasar el rumor por noticia y la noticia por verdad. El ciclo comenzaba con un video diseñado para generar fricción emocional, seguía con su cobertura mediática como si fuera un hecho relevante y culminaba con su reingreso a las redes sociales acompañado del sello de los grandes medios. La autoridad no residía en la fuente, sino en la repetición: “lo vi en todos lados, por lo tanto debe ser cierto.”
Rolando Graña, periodista, lo resumió con claridad en uno de sus editoriales: “El temor a una nueva crisis volvió a ser el marco emocional de la política argentina.” Ese temor fue el motor principal del voto. El sistema algorítmico y el sistema mediático funcionaron en espejo: uno producía señales de alarma, el otro las validaba. Entre ambos crearon una opinión algorítmica, un consenso sin deliberación sostenido por la inercia del miedo.
A este circuito contribuyeron los llamados “influencers financieros” y analistas de mercado que, bajo la apariencia de expertos neutrales, amplificaron el mensaje del pánico. Las frases “el lunes explota el mercado” o “la inflación va a ser brutal” operaban como gatillos de ansiedad colectiva. En el plano empírico, como se documentó en entrevistas y comentarios públicos de Jorge Asís y Alejandro Bercovich (refiriéndose al rol de S. Bessent, secretario del Tesoro de EEUU), se trabajó muy bien el tema del miedo, de la expectativa del desastre, de la construcción de una atmósfera en que todo podía estallar. Estas expresiones no sólo circularon en redes, sino que afectaron directamente el comportamiento económico: comerciantes remarcaron precios por “las dudas”, ahorristas compraron dólares y los mercados reaccionaron a la expectativa que ellos mismos habían ayudado a crear.
Lo que parecía espontaneidad era, en realidad, una coreografía emocional: los mensajes se distribuían con precisión de ingeniería de datos, cada uno calibrado para maximizar la reacción afectiva de un segmento particular del electorado. Esa fue la verdadera cocina digital del nado sincronizado: una maquinaria invisible que unía algoritmos de atención y algoritmos de precios en un mismo dispositivo de anticipación.
En términos sociológicos, la autoridad de Milei no puede entenderse sin recuperar la definición de Max Weber: la influencia es la capacidad de generar obediencia. El carisma mediático de Milei operó como un poder de fascinación que transformó la obediencia económica en obediencia política. Weber afirmaba que el carisma surge en momentos de crisis, cuando las formas tradicionales de legitimidad se erosionan y las masas buscan un nuevo tipo de autoridad que prometa redención. En la Argentina actual, esa promesa se canalizó a través de las múltiples pantallas y frecuencias culturales: un carisma de alto poder, aún, con apoyo externo del gobierno norteamericano, ni más ni menos, a lo que se suma, es el objeto de estas páginas, su sustento en la la viralidad.
Tiempos complejos que exigen un nivel de reflexión profundo. Pensemos en lo apuntado por Enzo Traverso, de que “los jóvenes nacieron, se formaron y se educaron dentro de un modelo antropológico neoliberal, que significa individualismo, competición, propiedad y privatización de las utopías.” Ese molde cultural explica por qué la retórica de Milei, centrada en la libertad individual y el desprecio por la solidaridad, encontró tanto eco. Las nuevas generaciones se socializaron dentro de un régimen que naturaliza la competencia como destino y el egoísmo como virtud.
Ahora, frente al caudal de información imposible de procesar (la “infodemia”), “La gente toma decisiones todo el tiempo. Pero la mayoría de estas decisiones no se toman libremente. Son moldeadas por varias fuerzas biológicas, culturales y políticas. La creencia en el libre albedrío es peligrosa porque cultiva la ignorancia sobre nosotros mismos. Nos ciega a lo sugestionable que somos y a las cosas de las que ni siquiera somos conscientes para dar forma a nuestras decisiones.” (Harari, 2021). Como se señaló, en este sentido la campaña del gobierno nacional no solamente se montó sobre la frustración económica, sino sobre la manipulación estructural del albedrío. La digitalización de la vida política amplificó la vulnerabilidad del sujeto moderno: un ciudadano convencido de su autonomía que en realidad obedece a patrones invisibles: “Nos creemos libres, mientras nuestras vidas están sometidas a toda una protocolización para el control de la conducta psicopolítica. En el régimen neoliberal de la información, no es la conciencia de la vigilancia permanente, sino la libertad sentida, lo que asegura el funcionamiento del poder” (Han).
El capitalismo en su papel de vigilante tácito y explícito, como explica Shoshana Zuboff, aparte de buscar predecir el comportamiento humano, apunta hacia su modificación, al mismo tiempo. En Argentina, esa lógica se tradujo en la explotación emocional de las clases populares. Los sentimientos de impotencia, bronca y hartazgo fueron reconfigurados como combustible de una obediencia disfrazada de libertad.
El síndrome de Estocolmo político fue la forma afectiva de esa sumisión: amplios sectores sociales se identificaron con el agresor, con el líder que prometía dinamitar el Estado, es decir, destruir la última barrera que los protegía del poder del mercado. Milei no ofreció soluciones: ofreció catarsis. El placer simbólico de la destrucción reemplazó a la esperanza de transformación.
En el plano simbólico, el triunfo de Milei se consolidó mediante una escenografía de poder cuidadosamente diseñada. Pocas horas después de su victoria, las cámaras de televisión mostraban una sucesión de jets privados aterrizando en Ezeiza. Era la imagen de la globalización celebrando su nuevo enclave: el aterrizaje de la oligarquía mundial sobre territorio argentino. Lo que parecía una muestra de “prestigio internacional” era, en realidad, la restauración de la hegemonía oligárquica.
A esa coreografía aérea se sumó la oligarquía doméstica —financiera, agroexportadora, mediática— que encontró en Milei la oportunidad de eliminar intermediarios políticos y ejercer directamente el poder. El Estado mínimo prometido no era una utopía de libertad, sino una forma renovada de máxima concentración del poder privado.
El proceso comunicacional que llevó a Milei al poder fue circular y autoalimentado. Una frase viral provocaba cobertura mediática; la cobertura mediática generaba alarma económica; la alarma modificaba expectativas de precios; y la reacción del mercado validaba la profecía inicial. Era un ciclo perfecto de autocomprobación: la palabra creaba la realidad que la confirmaba. En otras palabras, se legitimaba el dato, como correlato de que los algoritmos de atención y los algoritmos de precios funcionaron como partes de una misma máquina de anticipación.
Esta nueva fase del capitalismo en su digitalidad, su fase operativa, agrega a la captura de datos, también subjetividades. Como señalaba en anterior colaboración, “Las máquinas son la materialización de las relaciones sociales […] El peligro de la IA no es la gobernabilidad de los robots, sino la robotización de la sociedad” (El Universal, 15 de julio de 2023). Esa robotización social se expresa en la automatización de la emoción política. Lo que antes era deliberación se convirtió en reflejo condicionado; lo que antes era razonamiento colectivo, hoy es excitación segmentada. Byung-Chul Han (2022) nos ubicaba en este observatorio: “Hoy la racionalidad discursiva también se ve amenazada por la comunicación afectiva. Nos dejamos afectar demasiado por informaciones que se suceden rápidamente. Los afectos son más rápidos que la racionalidad. En una comunicación afectiva, no son los mejores argumentos los que prevalecen, sino la información con mayor potencial de excitación”.
El resultado es una sociedad emocionalmente programada, donde los afectos son gestionados por algoritmos que premian la excitación y castigan la reflexión. “La democracia es lenta, larga y tediosa, y la difusión viral de la información, la infodemia, perjudica en gran medida el proceso democrático. Los argumentos y los razonamientos no tienen cabida en los tuits o en los memes que se propagan y proliferan a velocidad viral. La coherencia lógica que caracteriza el discurso es ajena a los medios virales” (Han, 2022:22).
Desde esta rendija analítica, el proceso electoral argentino se desarrolló en una ecología comunicativa que premió la velocidad sobre la veracidad, la emoción sobre la razón, la viralidad sobre la argumentación, erosionando significativamente el relieve de la plaza pública. La política se volvió un laboratorio de psicopolítica digital, donde las emociones son procesadas algorítmicamente para generar obediencia.
No nos apartamos para nada de una preocupación perenne en las ciencias sociales: el control, los “medios del buen encauzamiento”, plantearía M. Foucault. Desde esta perspectiva, la “influencia” no es otra cosa que la administración científica de la obediencia, siguiendo a M. Weber. Como señalaba este autor, el poder no se mide por la capacidad de imponer, sino por la de lograr que el otro obedezca sin sentir coacción. La obediencia algorítmica es la forma contemporánea de esa dominación invisible: el sujeto cree actuar por voluntad propia mientras reproduce patrones de comportamiento inducidos por las plataformas.
La supuesta horizontalidad de las redes —esa ilusión de diálogo permanente— oculta un régimen vertical de extracción de datos. La libertad se convierte en interfaz y el sujeto en dato; la emoción, en mercancía; y el miedo, en instrumento de gobierno. Byung-Chul Han lo advierte: “En el régimen de la información, las personas ya no son espectadores pasivos que se rinden a la diversión. Todas ellas son emisores activos. Están constantemente produciendo y consumiendo información” (2022). Esa hiperactividad no equivale a participación política: es una hiperproducción de ruido que enmascara la parálisis deliberativa.
El triunfo de Milei fue, en ese sentido, la cristalización de un proceso global: la sustitución del albedrío por la obediencia emocional. La política dejó de ser un espacio de decisión para convertirse en un espacio de reacción. El miedo a la crisis, amplificado por la maquinaria mediática y digital, cerró el círculo de la obediencia. Zuboff lo sintetiza: “El capitalismo de la vigilancia no solo busca predecir, sino modificar la conducta humana a escala”. Y Han completa el diagnóstico: “La dominación se vuelve más efectiva cuando se disfraza de libertad.” En la Argentina contemporánea, esa dominación disfrazada de libertad transformó el algoritmo en destino.
La democracia, en este marco, se enfrenta a su paradoja más profunda: ser invocada en nombre de la libertad mientras sus fundamentos deliberativos son minados por la economía de la atención. Las cámaras de eco digitales han reemplazado la plaza pública; el ciudadano, reducido a usuario, se encuentra atrapado entre la hiperconectividad y la desinformación estructural.
El nado sincronizado digital, amplificado por las oligarquías globales y domésticas, logró algo inédito: transformar la interacción en sometimiento, la participación en programación, la atención en obediencia. En este nuevo régimen, el sujeto nada al compás de una música ensordecedora y, al mismo tiempo, que no escucha, pero que obedece. En clave autocrítica, falta la introducción de más información y argumentos técnicos para sostener más firmemente la narrativa del uso de los datos para inclinar sentidos. Véase como un comienzo.
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