Para Diego, una buena razón para sonreír
En un mundo donde la naturaleza es percibida como una simple “canasta de recursos” y el capital como sinónimo de eficiencia, la economía de mercado ha consolidado su hegemonía bajo la lógica de la rentabilidad. Esa misma lógica —que todo lo mercantiliza— ha disociado profundamente el bienestar humano del entorno natural, exacerbando la crisis ecológica que enfrentamos. Frente a esta realidad, emergen propuestas críticas como la Economía Ecológica Radical, que no sólo denuncian, sino que plantean alternativas posibles.
Durante el panel “Economía Ecológica Radical”, realizado el 16 de julio en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, el economista David Barkin, acompañado por Erika Carcaño y Claudia Camacho, cuestionaron de raíz los presupuestos del desarrollismo, advirtiendo sobre su carácter colonizador y depredador. Maticemos: construcción de espacios colonizados, no salvajes. Apoyándose en autores como Mark Fisher, Barkin señaló cómo el “realismo capitalista” se ha instalado como un determinismo ideológico: la creencia de que no hay alternativa al modelo económico actual.
Este modelo, que transforma territorios y vidas en cifras de productividad, está lejos de garantizar bienestar, lo que está en el centro de la propuesta de Barkin. Por el contrario, en muchos pueblos originarios donde se prioriza el cuidado mutuo, el respeto a los ancianos y el equilibrio con la naturaleza, emergen prácticas que desmitifican el “desarrollo” y reivindican otros caminos. Un ejemplo es la experiencia de la cooperativa Tosepan Titataniske (Unidos Venceremos, Puebla), que articula filosofía, comunalidad, tequio y control territorial, y que Barkin presentó como paradigma de esa otra economía que no se mide en PIB, sino en dignidad.
Frente al extractivismo, la sobreexplotación y la lógica del capital (se calcula que para producir una onza de oro, se consumen alrededor de 12 mil litros de agua), la Economía Ecológica Radical propone una transformación profunda de los sistemas productivos. Pero también se distancia de otros enfoques críticos, como la teoría del decrecimiento. Aunque reconoce sus aportes —especialmente en cuanto a la crítica al consumo desmedido y a la necesidad de repensar la noción de progreso— Barkin advierte sobre sus límites: la dificultad de traducirse en políticas públicas viables, el riesgo de estancamiento económico y la falta de una ruta clara para una transición justa.
En contraste, la Economía Ecológica Radical se ancla en las prácticas concretas de comunidades campesinas e indígenas que ya están caminando, experimentando, transformando (se), otras formas de vida. Más que enunciados teóricos, propone una praxis que pone en el centro el control colectivo de los medios de producción, el respeto por los territorios y la regeneración de la vida. Hoy, se estima que una tercera parte del planeta toma distancia de la influencia y poder de las corporaciones (y las trasnacionales, como lo discute David Korten), y que impulsa de manera diversa y con contratiempos regímenes comunitarios que encarnan estas lógicas.
No obstante, pensando en nuestra universidad, el desafío es enorme. Como advirtieron J-F. Chanlat (2019) y E. Tijerina (2008), las disciplinas de economía y administración —reproducidas en aulas y programas universitarios— siguen formando generaciones orientadas por la competencia, el individualismo y el culto al enriquecimiento. Fuera de los libros de texto, así lo expresó brutalmente Ray Kroc, el fundador de McDonald's, en 1973: “Esto no es una industria. Son ratas devorando a otras ratas... Yo me los como antes de que me coman”. Es elocuente el ejemplo de Kroc: no es fundador de la empresa, sí los hermanos McDonald’s, pero en 1961 tomó el control total de la empresa, devorando rápidamente a los hermanos: recordemos, “yo me los como antes de que me coman”.
Esta ética darwinista, que normaliza la voracidad como virtud empresarial, permea tanto corporaciones como instituciones estatales y organismos financieros internacionales. Frente a esta ética darwinista, por ejemplo, manifiesta en el caso de agua que se contamina en la mina o de la selva destruida, y muchos ejemplos más, la naturaleza resiente la extensión de la musculatura del gran capital.
Por ello, no basta con cambiar hábitos de consumo o impulsar pequeñas empresas si éstas replican la lógica del capital. Como recordaron los ponentes, incluso las pymes no están exentas de caer en dinámicas predatorias. No soslayemos que “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época” (K. Marx y F. Engels, 1846). Este argumento sigue dando batalla. Así, en este contexto, recuperar la comunalidad no es sólo una opción ecológica, sino una postura política contrahegemónica.
A pesar de algunos desacuerdos, como el de un profesor que advirtió sobre la baja producción de maíz en Oaxaca y de que falta por caminar soluciones técnicas en comunidades originarias, a la par de una crítica al deslumbre frente a las aportaciones de los pueblos originarios -parecía especular sobre la aplicación de tecnologías externas para remediarlo (es mi sensación)-, creo que en el evento se evidenció la urgencia de tender puentes entre saberes, formalmente, coadyuvando en el Diálogo de saberes: no romantización de lo comunitario, ni tecnofilia desarrollista, sino un diálogo crítico y respetuoso. Es justamente ahí donde se juega la posibilidad de otro futuro.
Pienso en la aportación de David Korten y su denuncia del poder corporativo global (No todo lo que brilla es oro. Cuando las transnacionales gobiernan el mundo, 1997), de que es el tiempo de enfrentar el espejismo del consumo y repensar el bienestar más allá del mercado. Porque, como apuntaron los estudiantes al cierre del panel, y sobre todo los expositores, si bien el cambio individual importa, lo colectivo es lo que puede transformar estructuras. Y en esa transformación, la Economía Ecológica Radical no es sólo una crítica: es una apuesta concreta por la vida.
(UAM) aley@correo.xoc.uam.mx