Hace 20 años José Luis Lezama apuntaba algo central y que sigue vigente: la “disociación” entre la magnitud del daño ambiental y la conciencia pública. No obstante, a pesar de la frágil conciencia pública sobre el daño ambiental, cada día se devela más claramente este último, sin soslayar que “Son las sociedades las que le dan sentido, importancia y jerarquía a los problemas, no son éstos por sí mismos los que se imponen a la conciencia y percepción” (Lezama, 2004).

Es claro, no se trata de un problema nuevo, además de que cada día es más documentado el tamaño de la crisis. Remontándonos aún más atrás en el calendario, Enrique Left, en el lejano 1994, señalaba un argumento, como en el caso de Lezama, aún vigente: la relación hombre-naturaleza no es unívoca, esto es, “… el vínculo sociedad-naturaleza debe entenderse como una relación dinámica, la cual depende de la articulación histórica de los procesos tecnológicos y culturales que especifican las relaciones sociales de producción de una formación socioeconómica, así como la forma particular de desarrollo integrado o de degradación destructiva de sus fuerzas productivas”. Por sus características e impacto social, las nuevas condiciones en la relación sociedad humana-Naturaleza dejan ver que “La problemática ambiental –la contaminación y degradación del medio, la crisis de recursos naturales, de energéticos y de alimentos– ha aparecido en los últimos decenios del sigo XX como una crisis de civilización, cuestionando la racionalidad económica y tecnológica dominantes”.

Desde ese ángulo, explorándolo, lo recurrentemente significativo ha sido el sometimiento de la naturaleza por la sociedad humana, más allá de la condición tecnológica e histórica en que se encuentre la sociedad. Agreguemos a esto la entrada de fauna o flora que de buena fe, por razones estéticas, por trasladar las formas y mundos de vida de un territorio específico (pinos y castores en el sur del continente americano o la entrada del lirio acuático con lesivo daño en Xochimilco, como ejemplos), alteró las condiciones de reproducción de las poblaciones endémicas. En el siglo XX no solamente hay degradación del trabajo, recordando a Harry Braverman, sino también degradación acelerada de la naturaleza.

Otro hecho que ha impactado la naturaleza es el posicionamiento del hombre como centro del universo. El antropocentrismo como discurso dominante, exclusivista y excluyente de todo aquello que se considera al margen o residual del hombre, como es el caso de la naturaleza. Esto se aparta de cualquier forma de pensar que la naturaleza tiene derechos, y que la intervención humana que la altera en algún momento se vuelve como un boomerang sobre la sociedad.

La idea positivista del inexorable progreso que incluye el triunfo de la ciencia sobre la liturgia y el dogma (el pensamiento religioso y, destacado, el fijismo), pero asimismo de una visión de la ciencia que elude cualquier posibilidad de acercarse a otros saberes, por lo que la propia ciencia puede asumir posturas de dogma y liturgia. Esta visión positivista, sumada a la separación tajante de la naturaleza y lo humano, es decir el hombre que no se reconoce como parte de la naturaleza, sí, simplificando, como creación divina, se decanta en que “En el subconsciente colectivo persiste la creencia de que sabemos tanto, que podemos estar tranquilos en todo lo que concierne a los problemas ambientales porque la capacidad reactiva de la ciencia, basada en su discurso arrogante, nos salvará. Pero esto provoca un efecto sedante, puesto que reduce la capacidad reactiva, la capacidad crítica de la sociedad”, nos alertan Toledo y Boada.

Esto está en la escena mundial y, como apuntábamos en colaboración anterior, hay una pregunta pertinente: ¿la naturaleza nos pertenece? Muchas voces se inclinan, sin meternos en muchas honduras, retomando a Boaventura de Sousa, en que “La naturaleza no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la naturaleza”. No es un juego de palabras, es el correlato de nuevas formas de mirar la realidad.

Todo esto viene a cuento porque hace pocos días (08/07/2024) el presidente argentino, Javier Milei, a contracorriente de lo que demanda la condición de la naturaleza en el presente, señaló, sin perder la costumbre de basurear a los que piensan distinto a él, en el 7° punto del Discurso en Tucumán (asistieron 17 gobernadores y miembros del gabinete, entre otros), referido a los Recursos Naturales, lo siguiente: “los políticos han escuchado más la demanda de minorías ruidosas y organizaciones ambientalistas financiadas por millonarios extranjeros, que las necesidades de prosperar que tienen los argentinos. Nosotros venimos a cambiar eso, a dejar atrás la demagogia buenista que condena a la miseria a millones de argentinos para tener el beneplácito de unos pocos acomodados. La naturaleza debe servir al ser humano y su bienestar; no a la inversa. Los problemas ambientalistas (sic) tienen que poner en el centro al individuo, por eso el principal problema ambiental que tenemos es la pobreza extrema”. No hay dudas, se visibiliza claramente su postura sobre la naturaleza.

Retomando a Lezama, Milei encarna fielmente la “disociación” entre la magnitud del daño ambiental y la conciencia pública, recorriendo hacia atrás las manecillas del reloj de manera drástica. Dice Milei que “Dios bendijo a nuestra tierra con una riqueza enorme en recursos naturales”. Con esto me vino a la memoria la expresión que se atribuye a Porfirio Díaz (aunque la autoría es de Nemesio García Naranjo), “¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!” Bendita ironía para los argentinos: tan cerca de la naturaleza y, al mismo tiempo, ay Dios, tan cerca de Milei.


Profesor UAM

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