En un episodio emblemático del realismo mágico que caracteriza la vida pública de nuestro país, y en un acto sin precedente, el pasado 25 de julio comparecí como testigo, por el ejercicio de mis funciones cuando fungí como Presidente de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa, ante la audiencia solicitada por los militares indiciados como presuntos responsables de actos delictivos vinculados con la desaparición de los estudiantes.
Esta audiencia forma parte de la errática estrategia de la defensa que ha pretendido litigar a través de los medios de comunicación este proceso, alentando una campaña de amenazas y acoso judicial, que a final de cuentas no se concretó dada la ausencia de los abogados que amenazaron con “interrogarme hasta el cansancio”.
La audiencia se llevó a cabo de manera profesional y diligente por la jueza Raquel Ivette Duarte Cedillo y si bien no tendrá mayor efecto en el proceso que siguen los militares, sienta un precedente lamentable respecto a la participación de elementos de las fuerzas armadas en procesos que involucran a una autoridad civil, y en particular en casos vinculados a violaciones graves a los derechos humanos.
En primer lugar, no hay precedente, en ningún gobierno democrático, de que un mayor de justicia militar interrogue a un civil que encabezó los trabajos de una Comisión de la Verdad.
Como tampoco lo hay en que una dependencia del Ejecutivo Federal, como lo es la Fiscalía General de Justicia Militar, ejerza acciones en contra del titular de otra institución del mismo Poder Ejecutivo, como lo es la Comisión Presidencial por la Verdad y el Acceso a la Justicia del caso Ayotzinapa, como sucedió en mi caso, pues durante la audiencia, a pregunta expresa de la jueza Duarte Cedillo, el Mayor de Justicia Militar Jorge Alfredo Rico Pérez declaró haber iniciado una demanda en mi contra en la Fiscalía General de la República cuando estaba aún en funciones como Subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, lo que evidenció que el propósito de la promoción de esa audiencia era buscar mi autoincriminación.
Se pretende colocar en el banquillo de los acusados a la Comisión de la Verdad. He tenido la oportunidad de estudiar la experiencia de decenas de comisiones de la verdad a nivel internacional, y si, bien algunas de ellas fueron objeto de presiones, amenazas y agresiones de los grupos incriminados, en ningún caso se inició proceso penal alguno, menos aún desde el mismo gobierno.
Parece no entenderse que las comisiones de la verdad son organismos oficiales que se constituyen para esclarecer violaciones graves de los derechos humanos. Las comisiones de la verdad no son autoridades judiciales, no establecen responsabilidad penal individual para casos específicos; no determinan el castigo ni utilizan normas de debido proceso aplicables en una corte de justicia.
Las comisiones de la verdad contribuyen con los procesos judiciales mediante sus conclusiones y recomendaciones, y pueden ayudar a superar la cultura del silencio y la desconfianza.
Por cierto, el Artículo 13 de la Constitución establece que los tribunales militares no tienen la autoridad para ejercer jurisdicción sobre personas que no sean miembros del Ejército. La jurisdicción penal militar tiene un alcance restrictivo y excepcional. No es el fuero adecuado para investigar y, en su caso, juzgar y sancionar a autores de violaciones a los derechos humanos.
Sirva este testimonio para refrendar mi compromiso con la verdad y la justicia en el caso Ayotzinapa. Ni el enredo de las estrategias jurídicas ni la cargada de corifeos que desinforman nos distraen de esta causa.
Coordinador de la Comisión de Transición del nuevo Gobierno de la Ciudad de México