Entre 15 y 26 millones de manifestantes pacíficos, en alianza multiclasista y multirracial que integró a sectores de clase media con trabajadores formales e informales, negros, blancos, amarillos, cobrizos, nacionales y migrantes, sacuden más de 150 ciudades y 4 mil pequeños poblados de EU durante ya casi dos meses, protestando por el asesinato del afroamericano George Floyd, asfixiado con la rodilla de un policía oprimiéndole el cuello el 25 de mayo en Minneapolis, brutalidad que por redes sociales extendió el repudio hasta Alemania, Inglaterra, Francia, Holanda, Australia, Nueva Zelanda.
Trump explicó la rebelión civil por “falta de coraje y decisión de las autoridades locales para suprimir las protestas y el saqueo” y Biblia en mano, ordenó más violencia para “restaurar la Ley y el Orden”. Extendió el incendio social con saldo de 10 mil arrestados, periodistas y muchos otros heridos graves, más hondas divisiones en los poderes nacionales, estatales y locales; relanzó su consigna como “Make America Bleed Again!”, para bautizar con fuego a una generación de jóvenes (el 70% de los manifestantes, tiene entre 18 y 25 años), crecida en un sistema económico excluyente, racista, represivo y asfixiante. Por trivializar la pandemia de Covid-19, multiplicar la brutalidad policíaca contra manifestantes pacíficos e incumplir sus promesas de bienestar, las maniobras de Trump explican la magnitud y persistencia de las protestas, así como su núcleo duro: los afroamericanos, víctimas de un racismo institucionalizado con huellas históricas en el empleo y la seguridad social, en el sistema judicial, en la violencia policíaca, número de muertos en guerras, en el sistema industrial-carcelario, acceso a escuelas y universidades, barrios y comunidades segregados, quienes hoy exigen: “quitarle fondos a la policía y al ejército”. Este reclamo histórico, es demandado por organizaciones como “La Vida de los Negros Importa”, colectivos feministas y LGBT, religiosos coaligados en la “Campaña por el Pueblo Pobre”, tras apoyar paros, huelgas, plantones, exigiendo protección ante contagios por Covid-19, que cobraba vidas entre empacadores de carnes, en procesadoras de alimentos, en los supermercados, entre piscadores de la manzana, trabajadores de la salud, de mensajería, de los grandes almacenes, o destruía ingresos en micro-negocios cerrados por la pandemia.
Trump subestimó el peligro de Covid-19, escamoteó apoyos, prometió vacunas que ni están listas, pero al presionar para abrir actividades prematuramente, exhibió su única consistencia: es un oligarca que desprecia la vida de su pueblo y sólo defiende las ganancias corporativas, defiende un sistema de salud privatizado, costoso y excluyente, al que millones no acceden ni en plena pandemia.
Hubo apoyos multimillonarios frente a la parálisis económica por Covid-19, pero fueron comparativamente miserables para millones de desempleados y la enorme inseguridad económica acumulada. Trump puso su nombre en los cheques individuales que dio a muchos trabajadores, otorgó apoyos a familias y empresas que no lo necesitaban, dejó sin ayuda a muchos que lo requerían y todo al doble del costo de lo que gastó por ejemplo Francia, pero además, sin impedir a mediados de julio un total de 51 millones de trabajadores desempleados. Los elogios de AMLO en su gira reciente, antecedieron un giro en el discurso de Trump para mexicanos, pero el cambio es tardío, ambivalente, sospechoso. La rebelión es político-cultural, por eso sigue y seguirá en comunidades y estados.
Profesor de la Facultad de Economía de la UNAM e Integrante del CACEPS.
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