Nota: este texto contiene “spoilers”.
No se me ocurrió mejor metáfora. En su texto del New Yorker, Richard Brody describe lo hecho por el director Robert Ostlund con su más reciente cinta -la ganadora de la Palma de Oro y nominada al Oscar, Triangle of Sadness (2022)- cómo disparar a unos peces atrapados en un barril y presumir la pesca como toda una hazaña.
Esta película, que se vende como una fuerte sátira hacia el privilegio, tiene la misma profundidad que una pancarta en una marcha pro-AMLO, o en un análisis del presidente sobre los “conservadores”. Es una película llena de demagogia y resentimiento social cuyos dardos son de una obviedad abrumadora.
“Pinches ricos”. La cinta de Ostlund no es más profunda que la frase anterior. Una crítica de kindergarten con metáforas facilonas donde lo más impactante no es lo que ocurre en pantalla sino el escándalo de que esta película haya ganado la Palma de Oro en Cannes.
Y es que, desde la vez que un tipo completamente desnudo se coló al escenario de los Oscars en 1974 no habíamos visto algo tan escandaloso como que esta película se colara a la lista de nominadas. Triangle of Sadness es tan básica que incluso te hace pensar si las cintas anteriores del director (Force Majeure y The Square) eran tan buenas como las recordamos.
La cinta tiene un inicio prometedor. Carl (Harris Dickinson) es un modelo que acude a un casting. La cinta desdobla la dinámica elitista de quienes eligen a los modelos, así como la doble moral que existe en el medio (“si el modelo sonríe es para una marca barata, si el modelo aparece serio es para una marca de lujo”).
Carl sale con otra modelo, Yaya (Charlbi Dean, quien tristemente falleció tres meses después del estreno en Cannes), que a pesar de ganar más que su novio (en el mundo del modelaje las mujeres tienen ingresos significativamente mayores que los hombres), inventa pretextos para que este sea quien pague las salidas a comer (en restaurantes lujosos, claro). De nuevo, el director y también guionista no sólo monta una situación límite e incómoda (su especialidad) sino que expone las consecuencias de un cambio en el status de poder usualmente aceptado.
Dividida en tres segmentos, pasamos al segundo, El Yate, donde Yaya y Carl son invitados a un yate de lujo (gracias al gran número de seguidores que tienen en redes sociales). Ahí conocemos a toda una serie de personajes variopintos, todos millonarios: una pareja de adorables viejitos cuya fortuna es producto de la venta de armas, un cuarentón solitario que en un arrebato se pone a regalar relojes Rolex, un dicharachero y regordete empresario ruso (Zlatko Burić) que se autodenomina “El Rey de la Mierda”, ya que su fortuna es producto de la venta de fertilizantes en toda Europa.
La tripulación tampoco está exenta de cierto nivel de patetismo. La primera a bordo, Paula (Vicky Berlin) instruye a su equipo humillarse todo lo que sea necesario frente a estas personas, toda vez que las propinas suelen ser bastante jugosas. El capitán del barco (Woody Harrelson) es un borrachales que se la pasa encerrado en su camarote sin querer saber nada sobre la tripulación y mucho menos sobre los siempre molestos pasajeros.
Toda la situación da para una serie de gags -unos más logrados que otros- donde Ostlund exhibe la estupidez inherente de los millonarios: la señora que se cree progresista porque invita (y luego casi ordena) a la tripulación a dejar sus tareas y meterse a nadar a la alberca, la capacidad nula de ligue de un individuo gordito y medio pelón cuyo atractivo aumenta cuando se descubre como un empresario millonario (y soltero), la necedad de una señora que pide que limpien la vela del barco porque “afea el lugar” (los yates no tienen velas), y la pelea entre el borrachín capitán del barco -quien pesar de comandar un yate de lujo se dice fanático del socialismo (y aborrece el capitalismo)- contra el empresario ruso, que aborrece el socialismo.
Aunque alguno de estos gags (la pelea ya mencionada) funciona al menos al nivel de la comedia, todos ellos son críticas demasiado básicas hacia el capitalismo y sus privilegios. La sátira de Ostlund está escrita con un crayón muy grueso y una profundidad nula: si los ricos son una mierda, entonces hagámoslos nadar en sus propias heces. Y es exactamente lo que mostrará la película.
Pero lo peor viene después. Para la tercera parte, el yate se hunde y la tripulación naufraga. En el nivel más bajo de la metáfora, los papeles se cambian, los millonarios no tienen a quién dar órdenes y los empleados del barco (únicos que cuentan con verdaderas habilidades para sobrevivir) se convierten en los reyes del lugar.
Una película, galardonada con el Palma de Oro nos entrega en su último acto un gag propio de La Isla de Guilligan, de una sitcom como La Niñera, o de una serie como La Familia Peluche. Ostlund pretende ser Haneke (ambos son de los pocos ganadores de dos palmas de Oro en su carrera), pero su profundidad y su alcance de miras no va más allá de un gag de Eugenio Derbez.
La película sería un desastre absoluto a no ser por el elenco. Todos hacen un gran trabajo, aunque el guion termine traicionando el compromiso de los actores y actrices involucrados.
Al final, esta cinta resulta interesante no por lo que sucede en pantalla sino por lo que está pasando fuera de ella. Y es que me encantaría saber cómo es que esta película no solo se llevó la Palma de Oro en Cannes (y justo después de que una cinta como Parasite, un ejercicio de crítica al privilegio mil veces mejor logrado y con mucha más profundidad en su discurso) sino que además se coló entre las diez cintas nominadas a mejor película en los Oscars.
Alguien debería hacer una película sobre este fenómeno, el robo del siglo, sin duda alguna.
Suscríbete aquí para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión, y muchas opciones más.