El director Gareth Edwards plantea una idea perturbadora sobre la “peligrosa” inteligencia artificial: ¿y si las máquinas solo quieren un poco de amor?
Una de las mejores cintas inspiradas en The Matrix (Wachowski’s, 1999) es el díptico animado The Second Renaissance (Maeda, 2003). Dirigido por Mahiro Maeda (director de la famosa secuencia animada en Kill Bill y director de arte para MAD MAX: Fury Road) y con guion de las propias Wachowski’s, el corto explica un aspecto nodal que The Matrix dejó fuera: ¿Cómo y por qué inició la guerra contra las máquinas?
De una crudeza abrumadora, haciendo clara referencia a la guerra de Vietnam y otras tantas, The Second Renaissance explica que en algún momento de la historia de la humanidad, la Inteligencia Artificial (IA) avanzó tanto que los robots inteligentes tomaron control de tareas repetitivas o que simplemente los humanos no querían hacer: desde obreros, hasta cocineros y meseros, los robots formaron parte de nuestra vida diaria.
No fue sino hasta que un robot comete un asesinato contra un humano, que las naciones se unen para discutir el problema de la IA, decidiendo terminar con los robots. Esto provoca que los robots formen su propia nación, misma que por su alto nivel de tecnología se convierte en una potencia económica. Los humanos les declararon la guerra, y al ser aplastados, toman la última decisión: oscurecer el planeta para que así los robots no tuvieran energía del sol. Las consecuencias de esta “solución final”, son las que vemos en The Matrix.
Con un espíritu muy similar es que el director Gareth Edwards (Rogue One, Godzilla) aborda su más reciente cinta (y al parecer passion project): The Creator (Estados Unidos, 2023). El año es 2065, la IA se encarga de varios aspectos de la vida humana, los robots super avanzados son lo mismo cocineros que policías, e incluso ahora tienen la habilidad de verse como humanos, excepto por el gran agujero que tienen en la nuca.
Aunque nunca se explican los motivos, fue la IA quien detonó una bomba nuclear en Los Ángeles, por lo que la guerra entre humanos y máquinas se desata: las naciones asiáticas (Nueva Asia) apoyan a los robots, mientras que Estados Unidos está dispuesto a destruirlos a todos.
En medio de esto tenemos a Joshua Taylor (John David Washington), un sargento del ejército americano que vive encubierto en una playa de Nueva Asia. Su misión es encontrar a Nirmata, el creador del algoritmo de la IA. El ejército gringo asume que con la caída de Nirmata, los robots se rendirán. En el camino además deberán destruir un arma secreta de los robots, pero cuando los rudos soldados llegan al lugar donde se resguarda esta “arma letal”, se encuentran con que dicha arma es un robot en forma de niño de seis años.
El primer aspecto que resalta poderosamente de esta cinta es la calidad visual. Con un estilo que remite a District 9 (Blomkamp, 2009), Edwards decidió usar el mínimo de CGI posible y filmar primordialmente en locaciones reales, con técnicas de guerrilla, cámaras portátiles y sin fondos verdes. El resultado es notable, haciendo ver mucho más cara a esta película cuyo presupuesto fue de unos ínfimos 80 millones de dólares, que para los estándares de Hollywood apenas y alcanzan para chicles.
Desgraciadamente lo técnico rebasa a lo narrativo. La primera mitad de la cinta es formidable, con muchos guiños a Blade Runner que resultan fascinantes. Las referencias no terminan ahí: algunas secuencias de acción se sienten como un guiño a la propia Rogue One (un equipo de mercenarios tiene que entrar a una base militar enemiga para robar algo).
Pero conforme la película avanza, la trama se hace más pantanosa, el ritmo se torna irregular y se destaca una especie de necesidad del filme en despertar a la audiencia con más y más escenas de acción.
El último punto destacable (pero que se pierde en la torpeza narrativa) es la propuesta del propio director respecto a la IA: ¿y si simplemente estos robots quieren vivir y ya?, ¿realmente la IA es una amenaza? La idea no es nueva para Ewards: en Monsters tanto como en Godzilla sus monstruos son tratados como simples criaturas que no hacen el mal per sé, simplemente es su naturaleza.
Aquí, el recurso de usar a un niño como el centro de las máquinas (algo que parece inspirado por I.A. de Spielberg) es casi un chantaje usado inteligentemente para poner sobre la mesa su punto: las IA en todo caso solo quieren “vivir” en paz.
¿Será acaso que la naturaleza de los robots es pacífica o en algún punto nos volvemos sus esclavos? Edwards por lo pronto cree en la bondad del uno y el cero.