Imagino la escena perfectamente. Ryan Coogler, director de cintas como Fruitvale Station, Creed y Black Panther, llega al escritorio de Matt Remick (Seth Rogen, en la divertida sátira The Studio) -el jefe de uno de los estudios más importantes de Hollywood- para exponerle la idea de su nueva cinta, llamada Sinners (Pecadores).

Dos hermanos, Smoke y Stack (ambos interpretados por Michael B. Jordan, al mismo tiempo en pantalla), regresan a su natal Mississippi luego de trabajar en Chicago, nada más ni nada menos que para el mismísimo Al Capone. Su llegada al terruño no pasa desapercibida, los dos jóvenes han regresado vestidos elegantemente, con mucho dinero, y hasta con algunas cajas de cerveza irlandesa que -dicen- es extraordinaria.

Los hermanos tienen un proyecto en manos: abrir un bar de mala muerte “para gente como nosotros”. La idea es que este antro sea un espacio libre para sus hermanos afrodescendientes, un lugar donde el racismo rampante de inicios de la década de los treinta en Estados Unidos se quede en la puerta. Un lugar donde los hermanos de raza puedan beber cerveza irlandesa, aunque no tengan con qué pagarla.

Convenientemente para el presupuesto de la película, Smoke y Stack se dividen las tareas rumbo a la inauguración de su congal: conseguir alguien que cocine, alguien que cuide la entrada, alguien que toque el piano, alguien que diseñe el letrero de entrada y alguien (en este caso su primo) que toque la guitarra.

Esta historia, casi procedural, sobre cómo estos hermanos quieren montar e inaugurar en tiempo récord este bar, no es sino un pretexto para que Coogler hable de los temas que siempre le han interesado: el folklore norteamericano, la historia racial de su país, las luchas de la raza negra en norteamérica, la injusticia endémica que han sufrido y la evolución e influencia de su cultura a lo largo de la historia.

En una de las secuencias más logradas, vemos el bar abarrotado mientras el primo Sammy (Miles Caton) tiene fascinados a los parroquianos con su habilidad para tocar la guitarra mientras que Delta Slim (Delroy Lindo) hace lo propio con el piano. El éxtasis es total, y de la nada, empiezan a surgir personajes que corresponden al futuro de la cultura afroamericana: raperos, bateristas, bailarines, cantantes. Una auténtica celebración a la cultura afroamericana que recuerda poderosamente al episodio Lovers Rock de la miniserie Small Axe (2020), dirigido por Steve McQueen.

En ese momento, Remick detendría a Coogler y le diría algo como: “Suena muy interesante, y la idea de tener no uno sino dos Michael B. Jordan en pantalla es dinero en el banco, pero como que hace falta algo…, algo que llame la atención a más público, algo que haga ruido en las redes…. ¡¿Y si a la fiesta llegan unos vampiros?!”.

Claro, no me consta que algo así hubiera pasado, pero el inesperado giro que da la película es tan ridículo y tan calibrado para complacer “al otro público” -a ese al que la cultura negra no le importa un carajo-, que no dudaría que algo similar hubiera ocurrido.

Porque resulta que no es broma, justo cuando finalmente inicia la fiesta en el fantástico antro de Smoke y Stack, llegan al lugar tres vampiros blancos que quieren entrar al lugar, respetando aquella regla de que ningún vampiro puede entrar a tu casa a menos que tú mismo lo invites.

Acepto que la alegoría es divertida: los sangrientos y sádicos chupasangre son de tez blanca, y hasta podríamos verlos como una metáfora de los estudios que por ya más de una década han mantenido a un cineasta tan competente como Coogler atrapado en las deliciosas fauces del dinero pero con la boca bien cerrada.

Y es que Sinners, a pesar de ser una película de estudio, y a pesar del giro inesperado de los vampiros, se siente como una película personal para el director, al grado que pareciera que no la quiere soltar: esperen no una, sino dos escenas post-créditos, una de ellas de larguísima duración que funciona como un sensible y hasta conmovedor epílogo de la historia.

La cinta provoca sentimientos encontrados. En el cine de vampiros usualmente son variaciones sobre la misma historia, donde lo único que cambia es el escenario. Pero aquí es difícil saber si todo esto es una genial provocación del autor o un vil movimiento de mercadotecnia para que una película sobre la cultura afroamericana se vista de sangre, colmillos, y escenas de acción para así complacer a todos: aquellos que van por cine, aquellos que van por la sangre y aquellos que quieren recaudar mucha taquilla.

De hecho, Sinners podría considerarse una copia calca de From Dusk Till Dawn (Rodriguez, 1996). Ambas inician como una película de otro género y saltan sorpresivamente a una situación límite donde deben sobrevivir a un ataque de vampiros.

La contradicción está en que, si bien yo me hubiera quedado con la primera película, lo cierto es que el conjunto funciona muy bien, ambas cintas (por así decirlo) están bien dirigidas, y en cada set piece, Coogler junto con el músico Ludwig Göransson (el mismo de El Mandalorian, Oppenheimer y Black Panther) entregan secuencias muy bien logradas y mejor musicalizadas. La música es otro protagonista importantísimo de esta historia.

Sea un vil ejercicio de mercadotecnia, o sea un sincero homenaje a la cultura afroamericana, es cierto que Sinners se queda en la memoria. Por lo menos en mi caso, ya tiene una entrada en la lista de lo mejor del año.

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