"El amor es sólo una emoción, y por lo tanto opuesto a la razón." — Don Juan

Lord Byron

Uno de los peores lugares de partida para filmar un documental es la admiración. Por ejemplo: la admiración del documentalista hacia su objeto de estudio suele nublar la vista y genera auténticas apologías que no sirven de nada al público.

Este fenómeno -tan común en el cine documental- ¿puede suceder de igual forma en el cine de ficción? La más reciente cinta de Guillermo del Toro, Frankenstein (México, USA, 2025), demuestra que en efecto, el amor desmedido conduce a la sinrazón.

Desde los inicios de su carrera, Del Toro ha hablado con pasión sobre el santo grial de su obsesión por los monstruos: Frankenstein. A los siete años vio la cinta dirigida por James Whale (1931) con el icónico e insuperable Boris Karloff como la bestia. A los 11 leyó la novela original de Mary Shelley publicada en 1818: ‘Frankenstein, o el moderno Prometeo’.

Es entonces que (según sus propias palabras), Del Toro se dio cuenta que no habría marcha atrás: aquel niño de Guadalajara, de educación férreamente católica, que hacía sus propios monstruos de peluche porque “no los venden en ningún lado”, supo que la misión en su vida sería hacer un día una película de aquel mítico personaje.

Cincuenta años después, la misión se ha cumplido. Luego de muchos intentos, salidas en falso, cambios tanto en el guión como en la lista de actores que interpretarían al monstruo (Doug Jones, Benedict Cumberbatch, Andrew Garfield), finalmente -y de la mano de Netflix- Del Toro ha conseguido hacer su propia versión de la creatura “más importante en la historia del cine y la literatura”.

El inicio es prometedor. El año es 1857, en algún lugar del Ártico, un barco está atrapado en el hielo, los marinos ven a lo lejos una explosión y lo que encuentran es a un hombre herido que responde al nombre de Victor, Victor Frankenstein (Oscar Issac). Lo persigue una figura imponente, cubierta con ropas raídas, sumamente fuerte y a prueba de balas. El capitán del barco (Lars Mikkelsen) le exige a Victor que le explique quién o qué es esa criatura. Y así, como en el Titanic (Cameron, 1997), el científico comienza a narrar la historia.

Gracias a un extenso flashback nos enteramos que Victor (Christian Convery, en una de las mejores actuaciones de la película) era un niño sensible, criado en la opulencia de una familia millonaria. Su estricto padre (Charles Dance, escalofriante como siempre) es un connotado cirujano que educa a su hijo, con mano de hierro, en la ciencia médica. Cuando el niño falla en la clase, un buen golpe en la cara le hará entender que a la hora de curar a un paciente, no hay espacio para el error. Este hecho será el eje moral de la película: posteriormente, ya como adulto, el propio Victor se convertirá en ese mismo padre violento e iracundo ante una bestia que solo sabe repetir una palabra: el nombre de su creador.

La oscuridad de su padre se contrasta con la luminosidad de su madre, quien desgraciadamente no dura mucho en pantalla porque muere justo al dar a luz a su segundo hijo, William (Felix Cammerer). Tragedia es destino: ante el dolor por su pérdida, Victor jura con fervor enloquecido no solo eclipsar el legado de su progenitor sino además combatir las leyes de la naturaleza (contravenir a dios, pues) y ganarle la partida a la muerte.

La película se divide en dos partes. En la primera es Victor Frankenstein quien narra su versión de la historia, pero luego vendrá la criatura (Jacoib Elordi, en lo que sin duda es el mejor papel de su carrera) para dar su versión de los hechos.

La primera parte es sin duda la mejor. Si bien hay mucho respeto por la obra original, no duden ni un momento que esto es una película Del Toro pura y dura: un diseño apabullante que privilegia los sets reales por encima del CGI (diseño de producción a cargo de Tamara Deverell) con detalles de obsesiva precisión milimétrica (por ejemplo, esa colección de joyas de Tiffany exclusivas para la película), los vestuarios detallados y espectaculares, las machacantes referencias religiosas y por supuesto un imaginario visual pleno de imágenes bellas y momentos con gran uso del espacio cinematográfico (cámara a cargo de Dan Laustsen, edición a cargo de Evan Schiff), pero que en no pocas ocasiones se ven disminuídos por esa especie de filtro digital que muchas veces se hace presente en las películas de Netflix.

Lo que vemos en teoría es bello, pero en ocasiones no se ve real.

Del Toro se divierte con su juguete nuevo, sin pudor llena la película de referencias a sus cintas anteriores (o al revés, son aquellas cintas las que estaban plagadas de referencias a Frankenstein), algunas más sutiles que otras. Inyecta más melodrama que terror, más solemnidad que humor, y más referencias como para hacer guiño a los lectores más clavados de la novela (las referencias -innecesarias pero agradecibles- a Paradise Lost y al poema Ozymandias).

Se deschonga en la secuencia (de las más logradas en esta cinta) donde mediante un montaje, Frankenstein va literalmente armando a su obra: una pierna por aquí, una mano por allá, serruchando, cortando, cercenando. El creador en su máximo esplendor.

Del Toro sabe cuando faltarle el respeto a la novela original (sin ir más lejos, el diseño de la criatura es más cercano a Bernie Wrightson que al de Shelley), pero jamás se permite faltarle el respeto a sus dos protagónicos. No puede ocultar su amor a Frankenstein y a la criatura.

Esto pasa factura rumbo al final de la cinta. El mexicano, incapaz de tocar con el pétalo de una rosa a los personajes que formaron su cinefilia, les otorga un final que carece de sentido, uno donde ambos se perdonan sus pecados y se alejan hacia el horizonte, cual western crepuscular.

Más allá de esos momentos, no hay en realidad sorpresa ni profundidad en la película. Todos sabíamos que, llegado el momento, Del Toro sucumbiría al sentimentalismo (la bestia y el ciego, con un David Bradley que rescata toda esa secuencia), sucumbiría al melodrama rayando en lo telenovelero (en el caso del cine de Del Toro esto no es un defecto, sino una virtud) y, peor, se decantaría por un happy end.

La apuesta en todo caso es que Del Toro nos contagiara de la pasión, de la emoción, de la obsesión que por tantos años nos compartió en entrevistas y en pláticas en vivo. No hay nada de ello aquí. Tenemos la película que quizá el realizador quería hacer, una especie de tesis de licenciatura donde el autor finalmente se gradúa en su conocimiento de Frankenstein. Pero es también una película que dista mucho de aquella que solía contarnos.

El mejor Frankenstein del director mexicano no está en esta cinta, está en todas las trazas del personaje que durante años Guillermo Del Toro esparció por toda su obra: está en Jesús Gris (Federico Luppi) convertido en un monstruo de piel desgarrada en Cronos (1992), está en el incomprendido niño fantasma de El Espinazo del Diablo (2001), está en el capitán Vidal (Sergi López) uno de los monstruos más terribles de su filmografía en El Laberinto del Fauno (2006), está en el robot con la cabeza plana emulando a Karloff en Pacific Rim (2013), está en ese otro monstruo creado artificialmente y rechazado por la sociedad que al final de la cinta se pregunta “¿Qué hace a un hombre ser un hombre?” en Hellboy (2024), y por supuesto está en Pinocho (2022), que a fe mía es la versión mucho más oscura y más lograda de Frankenstein que ha hecho Del Toro.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios