Una conocida frase (que aún provoca debate sobre la autoría de la misma) dice que lo bonito del cine es que por un espacio de dos horas los problemas son de otro y no de uno mismo.

Con la saga Final Destination (2000 - 2025) esa frase es más que cierta pero con un giro: por espacio de dos horas, la muerte es divertida, porque las víctimas son otros.

Han pasado ya veinticinco años desde la primera entrega de Final Destination (Wong, 2000), una saga de cine de terror que, a diferencia de sus contrapartes más famosas (Viernes 13, Pesadilla en la Calle del Infierno, Halloween, Scream), no depende de un monstruo asesino que vaya persiguiendo a sus víctimas (siempre adolescentes, como debe ser).

En Final Destination el villano es la muerte misma, y esto abre un abanico de posibilidades muy interesantes. Aquí el villano no envejece, no hay necesidad de explicar por qué sigue vivo y, lo mejor de todo, es un villano que no se detiene al acabar la película: tarde o temprano la muerte vendrá por todos, personajes y espectadores.

En ese sentido Final Destination se convierte en una película casi existencialista. Es una cinta que nos obliga (aunque sea por un momento) a pensar en nuestra propia muerte. ¿Cómo iremos a morir?, ¿cuándo? Lo más probable es que nuestra muerte sea mucho menos espectacular y más aburrida que la de los personajes que han pasado por esta saga.

Ingenio e imaginación es el nombre del juego. ¿De cuántas formas pueden los guionistas matar a un personaje a lo largo de seis películas sin que el asunto empiece a tornarse aburrido? Habría que recordar algunas de las muertes más famosas de la saga: muerte por caída de avión, muerte por sobrecalentamiento de una cama de bronceado, muerte por resbalar con espagueti, muerte por elevador defectuoso, muerte por un tornillo suelto en un gimnasio, muerte por un auto de Nascar que te cae en la cabeza y la mejor: muerte por unos troncos gigantes que se sueltan de la parte trasera de un enorme camión que va en la carretera y que causan un absoluto caos de vehículos chocando unos con otros.

Esta última es especialmente memorable ya que se convirtió en un miedo colectivo real. Hoy, cuando alguien va por la carretera y ve un camión transportando troncos, lo usual es que cambie de carril o de plano se detenga a la orilla de la carretera.

La muerte tiene como poderosa aliada a las leyes de la física. Técnicamente ella no te mata, lo que te mata es la fuerza de gravedad que atrae objetos, el fuego que quema cosas, la punta filosa de un cuchillo o el borde cortante de una lámina, el magnetismo que puede atraer aquellos objetos punzocortantes y un largo etcétera. Final Destination es también una película sobre física aplicada.

Para esta nueva entrega las cosas siguen igual pero con un leve cambio: estamos en los años 50, Iris (Brec Bassinger) es una adolescente que junto con su novio van a la inauguración de un nuevo y exclusivo restaurante giratorio, pero ella comienza a tener premoniciones sobre terribles cosas que están por suceder (el piso de cristal comienza a resquebrajarse, el tornillo de una trabe está flojo, un niño menso está tirando monedas desde lo alto del restaurante). El novedoso lugar, lleno de personas bailando, bebiendo y disfrutando, pronto se convertirá en un homenaje a Infierno en la Torre (Guillermin, 1974).

Pero al final estas no son sino premoniciones, por lo que este vistazo al futuro le permitirá a Iris no solo salvarse de la muerte sino salvar también de su fatal destino a muchas personas más. Esto, como es costumbre, no le gusta nada a la muerte, quien perseguirá no solo a los que estuvieron es aquel lugar y sobrevivieron, sino también a sus hijos y los hijos de sus hijos: al fin y al cabo ninguno de ellos debió existir.

Lo que narra Final Destination: Bloodlines es cómo inició toda la saga. ¿Convincente? Tal vez no. ¿Divertido? Absolutamente. La sola secuencia de cómo el restaurante giratorio comienza poco a poco a resquebrajarse y venirse abajo es tan delirante como gozosa.

De nuevo: lo bonito de Final Destination es que por espacio de dos horas, los que se morirán son otros. Y de formas por demás divertidas. Así como Syd, el niño sádico de Toy Story (Lesseter, 1995) le gustaba torturar a sus juguetes, a Final Destination, la saga, le divierte matar a sus personajes de las formas más creativas posibles.

El encuadre, la edición, la música, incluso el muy obvio CGI lanza todo el tiempo pequeños guiños de complicidad, llenas de humor negro, como si la película nos dijera: ve nomás como voy a matar a estos dos. Y ahí seguimos, viendo como uno a uno caerán los personajes. No hay escape, ni para ellos ni para nosotros, ellos están atrapados en su destino fatal, y nosotros estamos atrapados en la sala, inmersos en una extraña combinación de diversión, horror y morbo, volteando en no pocos momentos hacia otro lado que no sea la pantalla, todo con tal de no ver esas escenas tan sangrientas como exageradas.

Al terminar viene la duda. ¿Cómo iremos a morir?, ¿cuándo iremos a morir?, ¿saliendo del cine nos resbalaremos en la escalera y ése será nuestro absurdo destino? Algún día lo sabremos, pero en lo que eso pasa, esta película nos enseña que lo mejor que podemos hacer frente a la muerte no es temerle, sino reírnos en su cara.

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