Toda obra de arte se debe a sus limitaciones, son estas las que muchas veces marcan rumbo, tono y atmósfera. En el caso de Cien Años de Soledad (Colombia, 2024), la adaptación de la opus magna de Gabriel García Márquez (aquella que le hizo ganador del Nobel de Literatura), las limitantes resultan abrumadoras.
Iniciemos por la más incómoda: el deseo expresado en más de una ocasión por parte del escritor colombiano a no hacer adaptaciones a cine de su obra. Razones le sobraban, pero probablemente la más hilarante de ellas es que -para Gabo- el cine truncaba la imaginación del lector: “Los lectores me dicen que el Coronel o que Melquiades les recuerdan a un abuelo, a un amigo [...] en cambio en el cine ven estos personajes con la cara de Steve McQueen o Robert Redford [...] es difícil que alguien tenga un abuelo que se parezca a Steve McQueen o Robert Redford”.
Márquez anotaba también la imposibilidad de adaptar al cine un texto tan largo, con tantos personajes y con esos saltos temporales tan habituales en la novela. Estamos hablando de un libro de 351 páginas al que no le sobra una sola coma y ni un solo personaje.
Peor aún: ¿cómo trasladar a pantalla la experiencia estética del libro?, ¿cómo adaptar la minuciosa armonía de la novela? Estamos frente a un relato mágico, inverosímil, de rigurosa crudeza, lleno de historias, anécdotas, intrigas, relaciones complicadas, incestuosas (una novela que hoy día sería crítica hasta el cansancio y que seguramente sería ‘cancelada’). Una obra que nunca decae y que el lector recorre apasionadamente hasta el final.
No hay forma de hacer una traslación fiel. El camino del libro a la pantalla obliga a un proceso de destilado, de reinvención, de reingeniería, un proceso que desmonte la novela y la rearme. Como una complicada maquinaria de relojería, Netflix debe desarmar el reloj para crear otra cosa que, de preferencia, también de la hora.
Si como decía Gabo, Macondo es un estado de ánimo, Cien Años de Soledad de Netflix es un acto de osadía.
El primer obstáculo se superó gracias a los hijos de Gabriel García Márquez, quienes dieron autorización a Netflix para hacer la serie. Muchos de los temores del escritor referente a las adaptaciones se resolvían con el formato televisivo: aquí hay todo el tiempo del mundo, aquí no está McQueen o Redford, aquí hay actores colombianos y la serie fue hecha en su totalidad en Colombia con la mayoría de talento local. Y no menos importante: la serie está hablada en español.
Netflix claramente no escatimó en presupuesto. El set es Macondo, y la producción construyó tres versiones de la misma. Una gran cantidad de escenas se filmaron a campo abierto, en ríos y lagos de Colombia. El diseño de producción es apabullante, Macondo va creciendo y con él
los detalles en la casa de los Buendía, los platos, los muebles, los cuadros, las plantas, los árboles, la lumbre en la cocina, las velas que iluminan en la noche, los cientos de vestuarios y extras.
El primer obstáculo no superado es la estructura. Si bien esta adaptación respeta fielmente el texto original, no así los tiempos en los que sucede la narración: la historia aquí se cuenta en orden cronológico, no hay viajes temporales.
Es en lo visual donde la serie más recursos e ideas despliega. La cámara a cargo de Sarasvati Herrera y Paulo Perez no le teme a los cortes directos, a los travellings, a las tomas exteriores ni a los planos secuencia (de hecho por momentos abusa de ellos). El flujo de imágenes coloridas, de luces y sombras que se cuelan en la casa de los Buendía, junto con la música de Camilo Sanabria, crean atmósferas que acercan al público (aunque sea un instante) a la experiencia estética del libro.
El guión (a cargo de Camila Brugés, Natalia Santa y José Rivera) sabe cuándo guardar silencio y dejar que sean las imágenes y no los diálogos, los que lleven la narrativa. Pero del mismo modo, la serie sabe cuando las palabras de García Márquez deben prevalecer por encima de todo. Hablamos de esa voz en off que acompaña insistentemente el relato, un recurso que si bien es polémico, funciona perfecto en la estructura de la serie.
Esta voz en off es el reconocimiento tácito de que es imposible adaptar fielmente la obra, que simplemente hay muchos momentos que pierden su fuerza al tratar de volverlos imágenes. La voz en off cede directamente el control a Gabriel García Marquez, a sus palabras, su prosa esmerada, su fraseo grandilocuente, es ahí donde opera la magia.
Y precisamente son estos los mejores momentos de la adaptación, porque nos recuerdan al libro, al texto original. Algunos verán en esto un fracaso, yo veo un triunfo, porque lo mejor que puede pasar con una adaptación de un texto tan importante como este es que nos invite a regresar a la obra original, que nos haga recordar por qué amamos Cien Años de Soledad.
En esa medianía entre respetar el libro y llevarlo por otros rumbos es donde la adaptación se nota más tímida. No hay un brío autoral por ningún lado. La adaptación es impersonal, los directores Alex Garcia López y Laura Mora Ortega hacen bien el trabajo pero sin agregar un solo toque de autor. El miedo a no enojar a los fans, a los detractores de avanzada, y a Gabo mismo, es notorio por toda la serie.
Pero no obstante las limitantes, no obstante el miedo, no obstante las peleas ganadas y los terrenos en los que la producción acepta su derrota ante el texto original, Cien Años de Soledad, la serie, se erige como una adaptación que sabe ser un gran homenaje a Gabriel García Márquez, que sabe reflejar uno de los temas más importantes de la novela: la pasión.
Y es que es notoria una pasión abrasadora por no decepcionar al público, por hacer una adaptación digna del tamaño de obra que tienen enfrente. En lo que a mi respecta, han cumplido, para bien, con su enorme osadía.