Luego de los hechos ocurridos el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el gobierno mexicano satanizó a más no poder todo lo que oliera a juventud. Para el gobierno “esos muchachitos” deberían cortarse el pelo y ponerse a estudiar en vez de estar emulando costumbres y ritos “extranjerizantes”, como el Rock and Roll.
Y ni qué decir de los conciertos. Para el gobierno de aquel entonces, una reunión de más de tres jóvenes ya era sospechosa, imagínese la reunión de miles para un concierto. Imposible. Mientras que en el mundo era de lo más normal organizar e ir a conciertos, en México vivimos un atraso cultural apabullante, producto de un gobierno que pecaba del peor conservadurismo pero que, en el fondo, moría de miedo ante la posibilidad de que los jóvenes se volvieran a reunir para tomar las calles. “El día de hoy no hay nada más peligroso que ser estudiante”, decía un personaje en Rojo Amanecer (Fons, 1990), y era cierto.
Tres años más tarde, en un hecho que ocurrió básicamente por accidente, sin planeación adecuada, pero cuya inevitabilidad pareciera estar predestinada en la historia, se llevó a cabo el Festival Rock y Ruedas en Avándaro -recordado simplemente como El Festival de Avándaro, que después también se conocería como “El Woodstock mexicano”.
La historia es que originalmente los organizadores -dos jóvenes de la Ibero, fanáticos de los autos- querían organizar una carrera (ya que la Fórmula 1 aún no llegaba a México) en Avándaro, cerca de Valle de Bravo. La idea era transmitir el evento por televisión en vivo.
El problema es que los patrocinadores no llegaban, y la televisora (Televisa, cuando aún no se llamaba Televisa) no estaban convencidos de la convocatoria que podrían tener unas carreras para el gran público del canal 2.
Así que alguien le sugiere a los organizadores que hagan un evento alterno para llevar más gente, un concierto donde toquen “dos o tres bandas” y que así fueran algunos jóvenes. Los jóvenes eran un peligro para el gobierno, pero un importante mercado para las empresas.
Pecando de absoluta ingenuidad, las carreras dejaron de importar mientras que el número de bandas interesadas en tocar en Avándaro seguía creciendo. Al final acudieron 300 mil jóvenes y tocaron 12 bandas en dos días (11 y 12 de septiembre de 1971) de rock, mota y franco desmadre.
La historia sobre cómo dos jóvenes sin querer organizaron uno de los eventos culturales más importantes en la historia del país y del rock nacional se narra en Autos, Mota y Rocanrol (México, 2025), la nueva cinta dirigida por el realizador mexicano J. M. Cravioto.
Narrada en forma de falso documental, esta hilarante comedia está basada “en hechos reales… y otros no tanto”. Esta es la historia de una amistad entrañable, Justino Compeán (en aquella época ejecutivo de McCann Erickson) y su amigo del alma, Eduardo “El Negro” López Negrete. Ambos (interpretados por Emiliano Zurita y Alejandro Speitzer respectivamente) se dieron a la tarea de organizar la famosa carrera de autos sin el apoyo de sus familias, pero tampoco de los anunciantes. Es ahí cuando un conocido ejecutivo de Coca-Cola (no creerán de quién se trata) les sugiere asegurar la presencia de los jóvenes en el evento y para ello, ¿qué mejor que un concierto de rock?
El guion -a cargo de Christian Cueva, Ricardo Farías y el propio director- se maneja con ligereza, privilegiando los rolling gags y el humor absurdo por sobre la exactitud histórica. No obstante, cuando llega el gran día del concierto, Cravioto recurre a material original de la época resguardado por la filmoteca de la UNAM para mezclarlo en secuencias con sus actores.
El resultado no solo es gracioso a mil por hora, sino que cuando inicia el concierto y el director mezcla secuencias reales junto con las recreadas (edición a cargo de Martha Poly Vil), dan ganas de que este falso documental fuera de verdad. Cravioto y su cinta provocan gran emoción al estar en la primera fila de uno de los conciertos que forjó la vida cultural de México. El desmadre colectivo se transformó en celebración, una pequeña venganza por aquello sucedido en 68, un grito que confirmaba: volvimos a salir.
Temas como la llegada del ejército al lugar, el escándalo que provocó la famosa “encuerada de Avándaro”, y la posterior campaña de satanización por parte del gobierno a través de medios como ¡Alarma! (cuyos titulares eran tan mochos como involuntariamente hilarantes) son tratados en esta cinta pero no con el peso que merecerían.
La película es producida por el propio Justino Compeán, y aunque esto se trate de “su versión de los hechos”, ello no le resta efectividad como comedia ni mucho menos como lo que en realidad es: una nostálgica celebración a la ingenuidad juvenil, una crítica al ridículo conservadurismo del gobierno y de los adultos en general (ni Monsiváis mismo entendió lo que sucedió en Avándaro, evento que calificó como “colonial” y de una “emulación servil”). Una cinta que festeja la amistad, el arrojo y el siempre sano ejercicio de echar desmadre.