En una de las secuencias más espectaculares, hilarantes y audaces de Anora (EU, 2024) -séptimo largometraje del realizador norteamericano Sean Baker- Ani (como le gusta que le llamen a Anora) pelea literalmente con puños y dientes contra una especie de mafiosos rusos que tratan de controlarla ante su negativa de permitir que se lleven a su esposo, un niñato hijo de oligarcas rusos que se la pasa de fiesta en fiesta gastando el (al parecer) inagotable dinero de sus padres, y que justo en medio de una de sus maratónicas borracheras se enamoró de Ani.

El primer tercio de la película vemos justo este proceso de enamoramiento. Ani (espectacular Mikey Madison) trabaja como bailarina exótica en un club de Manhattan, Ivan (Mark Eydelshteyn) llega al lugar (junto con su inseparable séquito de amigos-vividores) para pedir que le pongan en la mesa a una chica que hable ruso. Así se conocen Ani y Vanya (así le gusta a Iván que le digan).

Fiel a su obsesión por los personajes marginados, a Baker no le toma demasiado tiempo ni esfuerzo en que nos enamoremos de este par de tontos que sabemos van hacia el abismo. Su ingenua ternura nos emociona, el sueño de Ani (que la empata con una Cenicienta en crudo) nos arranca una sonrisa, su felicidad alimentada por la fiesta, el alcohol y los sueños imposibles que parece se hacen realidad, nos contagia de alegría. ¿Qué otro director es capaz de hacer esto con tal efectividad y con apenas 20 minutos de metraje?

Pero los sueños, sueños son. Todo acaba en la escena descrita al inicio: una secuencia donde Iván trata de huir de los mafiosos a cargo de sus padres mientras que Ani trata de entender qué está pasando y por qué su flamante esposo no la defiende sino que al contrario, huye cual cobarde de la casa.

La secuencia es una mezcla de energía y control. Dos elementos que los grandes directores de cine usualmente saben manejar. “El cine es control”, decía Kubrick, y en el caso de Anora hay una especie de “control invisible”, que permea por toda la cinta de forma natural. Imposible pensar que dicha escena haya sido producto del azar o la improvisación. La secuencia está llena de ritmo, edición, actuaciones por demás atinadas, todo un homenaje al control cinematográfico. Una cinta coral llena de humor, amor y caos.

Aquella secuencia es el primer punto de quiebre de la cinta, lo que inicia como una especie de versión “sucia” de Pretty Woman (Marshall, 1990) se resquebraja (como debe ser) ante la mirada atónita de Ani vuelta un torbellino de autoconservación física y verbal (o para decirlo de otra forma, la dulce joven de 23 años lanza por igual mentadas, patadas y mordidas).

Toda la película sucede en locaciones reales: el club es real, los restaurantes de lujo, los hoteles carísimos, la mansión del muchachito y claro, Las Vegas es real (tan real como puede serlo). El desparpajo visual (esa cinta a grano reventado), el neón y el glitter, las mentadas de

madre, los acentos locales, el ruso y la música. Todos los recursos se usan con precisión para manipular las emociones del espectador de una forma por demás efectiva. No hay engaño, hay rigor.

El crítico de cine David Jenkins lo describe bien en Little White Lies: Baker filma como un Cassavettes punk. Juega con las dinámicas, los colores, las texturas, los diálogos que se enciman, elevando las tensiones a un punto de ebullición sorprendente.

La clave, además del control, es Mikey Madison: su Anora tiene una dosis de la dulzura de Julia Roberts y toneladas de la fuerza y dignidad de Giulietta Masina en Le notti di Cabiria (Fellini, 1957). Madison es un prodigio de energía, a veces dulzona, otras veces áspera, violenta, siempre deshinibida, siempre digna. Lo suyo es de un virtuosismo que emociona.

Como es usual en el cine de Baker, los personajes secundarios no siempre son secundarios, la troupe de “rusos” que persigue a Anora y Vanya, toman por momento el control de la película, principalmente el hilarante Toros (Karren Karagulian), otro actor espectacular con una vis cómica perfecta y que ha colaborado en prácticamente todos los largometrajes de Baker.

Ya rumbo al final viene otro giro espectacular. Si Baker nos habría mantenido casi una hora riendo, ahora nos tendrá en silencio durante el conmovedor desenlace. Anora es como las niñas de Florida Project (Baker, 2017): ella también quiere ser una princesa Disney, cosa que no sucederá, pero frente a sus ojos -y los nuestros- se va desarrollando una historia de amor que nadie ve venir a pesar de que tiene horas desarrollándose en la pantalla.

Anora es una fábula moderna -llena de amor, humor y caos- que sucede en los límites del sueño americano. Una cinta sobre el dinero, el poder, las clases sociales. Pero también una cinta sobre el amor: ese que nace a partir de la mirada de alguien que logra ver más allá del glitter, del neón, y del ruido de un table.

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