La Tierra no le pertenece a nadie. Esta es una premisa fundamental. De hecho, la afirmación “La Tierra no le pertenece a nadie” merece fungir como una especie de teorema para la vida. Desde luego, miles de millones poseen parcelitas del planeta y lo hacen legalmente, y es muy bueno que así sea. Ahora bien, nadie tiene derecho a decidir que otras personas no vivan pacíficamente en un país distinto a aquel en el cual nacieron.

Por causas no inexorables, la humanidad se organizó en países. El derecho internacional habrá razonado profusamente al respecto: el estatuto de soberanía sobre un territorio es muy distinto al de propiedad privada. La soberanía es colectiva, social; cada propiedad privada recae en muy pocas personas y hasta por lo común en una sola, quien suele compartirla con algunas otras.

El párrafo anterior resume un distingo obvio. Aun así, hay quienes se comportan como si su país fuera su propiedad privada, amurallada como se amuralla una casa o un rancho. Y hay políticos que explotan esta confusión y azuzan a poblaciones previamente enardecidas. Ya resulta sospechoso que cada determinado tiempo ocurran actos de violencia en barrios de migrantes. Los recientes disturbios en Torre Pacheco (Murcia, España) tienen ciertas características de un enardecimiento provocado, preparado, casi programado. El artificial ambiente de crispación planetaria facilita el incremento de conflictos entre personas de distintos orígenes, incluso aunque no sean de distintos países.

Y de pronto alguien quiere expulsar de un barrio a ciudadanos procedentes de otros rumbos sin medir las graves consecuencias de semejante despropósito. Y es que, por ejemplo, en virtud de que no estamos haciendo lo suficiente para detener las emergencias climáticas y las guerras, entonces no descartemos futuras migraciones masivas desde los lugares más insospechados hacia los lugares más insospechados. ¿Una muestra? Va: si los océanos crecen e inundan Nueva York, Cuba, Seattle, Venecia, veremos a sus habitantes tratando de vivir en tierras altas y secas como Fresnillo, Zacatecas, o Delicias, Chihuahua. Y algún pintoresco multimillonario ya no rentará Venecia, Italia, sino Ciudad Valles, San Luis Potosí, para casarse. No solamente provenimos de migrantes: nosotros mismos o nuestros herederos podríamos ser migrantes. Puesto que no sabemos cómo vivirán nuestros nietos y bisnietos, seamos entonces justos mediante el “velo de ignorancia” del que hablaba John Rawls: no nos basemos en nuestras posibles ventajas actuales, sino busquemos un “piso parejo” cada vez que juzgamos.

De ese modo, aportaremos un grano de arena desde nuestros modestos espacios para que tengamos mejores líderes. Y quizá así contaremos con dignos herederos de Abraham Lincoln y Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca, de Winston Churchill en Londres, de Charles de Gaulle y François Mitterrand en París, de Willy Brandt en Berlín. ¿O por qué precisamente ahora, época de por sí tan compleja por sus múltiples factores en juego, carecemos de personas indicadas en las más altas esferas a nivel global?

Hoy el jefe de gobierno de una potencia mundial se regocija porque otro país hace el “trabajo sucio” (Dreckarbeit) de bombardear a un tercer país, matando a inocentes “für uns alle” (“por todos nosotros”). Si aprendí alemán para enterarme de estas sandeces, prefiero devolver mi dominio (de por sí cada vez más frágil) del idioma (por fortuna, siempre estarán allí Heinrich Heine, Rainer María Rilke, Franz Kafka, Thomas Mann y muchísimas otras voces que adecentan lo que muchos políticos destruyen: el patrimonio común de la lengua).

En su mayoría, los países son relativamente nuevos (en términos de biología evolutiva y de milenaria historia mundial, quitemos el “relativamente”). Aun así, muchos conflictos son entre países, en parte porque se alegan pertenencias muy antiguas, que son bienvenidas mientras no sean agresivas y excluyentes. ¿Otro teorema? Va: si utilizáramos el criterio de “primero en el tiempo” para la ocupación de un territorio, deberíamos devolver los mares a los microrganismos, el aire a las bacterias, las praderas a los búfalos americanos… Y si microrganismos, bacterias y búfalos se resignan a convivir con nosotros, por lo menos cuidemos más la Casa Común, que también es su Casa.

El Partido Demócrata norteamericano y en general todas las opciones y alternativas actuales en el mundo deberán trabajar a fondo sus 1) liderazgos internos, 2) sus proyectos y proyecciones, 3) sus palabras. Urge una revaloración de estos tres puntos. Me concierne en particular la recuperación del respeto a la palabra. Debe ser precisa, clara y congruente, dialógica y seria. Dos vocablos me vienen a la cabeza: alternancia y cohabitación. Son contrapesos que las sociedades necesitamos. La paz es decisiva para el bienestar. Hay personas, representantes del poder ciudadano, que nos dan un ejemplo permanente. En la entrega anterior hablé del padre Ángel; hoy debería detenerme en Francesca Albanese, relatora especial de Naciones Unidas. Ambos nos enseñan que el mundo se transforma con ideas, con preparación, con principios y valores y asimismo con acciones concretas, las cuales se basan en ideas, preparación y principios y valores.

De niños nos gustaban los saltimbanquis, los títeres y titiriteros, los bufones, los payasos. Llenaban nuestra imaginación, nuestro imaginario. La quinta Elegía de Duino habla de los volatineros, de las marionetas, de las plazas de París, espectáculo sin fin. El poeta prefirió no intuir que los titiriteros pretenderían controlarnos las taquillas.

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