En estos días los mapamundis amenazan con descomponerse o por lo menos recomponerse: algunas poquísimas personas en Teherán quieren invadir Tel Aviv para que desaparezca. Algunas poquísimas personas en Tel Aviv quieren invadir Teherán para que desaparezca. Un solo individuo en la Casa Blanca quiere invadir California para que… ¿Para qué?

Drones de Tel Aviv estallan en Teherán y matan a inocentes. Drones de Teherán estallan en Tel Aviv y matan a inocentes. El ejército norteamericano se apresta para apresar a… norteamericanos. Y, según un video que podría ser falso, el inquilino de Avenida Pensilvania 1600 en Washington D. C. sirve de vocero de su amigo para lanzarles advertencias a los iraníes. ¿El presidente de Estados Unidos es simple vocero de un gobierno foráneo? Si la noticia es falsa, él más que nadie ha contribuido a enrarecer la atmósfera planetaria con mendacidades sin fin, y eso disminuye su de por sí magra aptitud diplomática para conseguir que las partes en pugna se comporten.

Después de entretenerme con prensa internacional, me parece que estas horas riesgosísimas para la paz tienen que ver con los factores e intereses que siempre han movido la historia: 1) económicos, 2) ideológicos, 3) políticos, 4) personales y pulsionales en más de una élite. Y familiares. Y poco más.

Alguien que conoció hace cuarenta años al ejecutor de los ataques a Teherán comenta que ya desde entonces gritaba a la manera de Catón con respecto a Cartago:

––Delenda Teherán!

“Delenda” es un tipo de imperativo en latín y se relaciona con “deleatur” y, en inglés, con “delete”.

Y ya entonces –nos dice este alguien– era un extremista. Ahora tiene armas nucleares a su disposición, que solamente sirven si su propósito es que muramos todos.

Estados Unidos ha derribado gobiernos a lo largo de los años: Guatemala, Brasil, Chile… Pero el régimen de Irán es otra cosa. Se pertrecha con espíritu numantino. En todo caso, Estados Unidos ya ha reconfigurado el mapa de la región–polvorín del mundo en más de una ocasión. Basta simplemente recordar que armó a Sadam Hussein para que derrotara a los ayatolas en la tristísima guerra Irak–Irán durante los años ochenta, que causó un millón de muertos y que no trajo consigo la victoria deseada. Más bien, Hussein se armó y provocó la Guerra del Pérsico, que le quitó el sueño a George H. Bush en 1991 y que influyó en la derrota de este petrolero texano frente a William Clinton al año siguiente.

Estados Unidos tampoco supo manejar Afganistán: gastó fortunas en regímenes corruptos y roedores que huyeron, fieles a sí mismos, la víspera de que Joe Biden regalara el país entero a los fundamentalistas locales en 2021, dejando a la deriva a millones de personas (en especial a mujeres) y perdiendo una posición clave, lo que facilitó e incluso tal vez alentó los movimientos de sus enemigos.

¿Por qué habrían ahora de hacerse bien las cosas en un país tan complejo como la antigua Persia? Y, a propósito, ¿cómo no recordar los faraónicos fastos del sha en aquel 1979 por los 2,500 años del imperio persa, el cual probablemente se declara en pausa por ahora? ¿Los servicios de inteligencia del entonces presidente Jimmy Carter no le avisaron a tiempo de que se gestaba un movimiento islamista que modificaría la correlación de fuerzas en la comarca–polvorín y que al poco tiempo provocó una crisis de rehenes norteamericanos? O peor: ¿el presidente no contaba con suficientes aliados al interior de su propio aparato de seguridad e inteligencia, y alguien prefirió no avisarle para debilitarlo más?

Podría decírseme que mejor hable de temas filológicos: la palabra. Bien. En un artículo reciente, el novelista Antonio Muñoz Molina se asombra de que los nombres de las operaciones militares sean tan irónicamente “poéticos”. Llamar “León ascendente” a las bombas contra Irán es una crueldad innecesaria contra el papa León XIV. Si la coincidencia fuera involuntaria, la maligna crueldad sería inconsciente.

Sólo que la filología no se reduce a la palabra o a la frase aislada: también revisa patrones argumentativos y pragmático–comunicativos, entre otros factores. Los patrones en la crisis y en las guerras actuales se asemejan mucho a aquellos que usaban en mi Secundaria los bravucones de la clase, los que se sentaban al fondo y armaban alboroto por cualquier cosa:

––Si me pegas, te pego. Y quiero ser el último en pegar.

Y siempre se asumían como víctimas y buscaban un culpable: bíblico chivo expiatorio.

Sherlock Holmes solamente se interesaba en casos que no respondieran a los tediosos patrones conductuales de siempre. Pues bien, aquí estamos ante patrones consuetudinarios: nada nuevo. Fernando Solana Olivares cita a Antonio Gramsci, quien encaró la clásica sentencia de Cicerón, Historia, magister vitae: la historia estaría enseñándonos a vivir.

––Pero la historia –replicó Gramsci– no tiene alumnos.

El salón de clases de Miss Historia parece vacío. En efecto. ¿No aprendemos? ¿O no aprenden quienes toman decisiones por nosotros?

Fernando denomina a Greta Thunberg la Casandra de nuestro tiempo: conoce el futuro, pero nadie le hace caso. La joven sueca expone la vida para seguir alertándonos frente a la hambruna. Y la población palestina quiere recuperar su infraestructura, empezando por la hospitalaria y la escolar. Mientras el inquilino de Avenida Pensilvania 1600 se propone destruir el sistema universitario norteamericano (una de las fuentes del poder y la riqueza del país), los padres de familia gazatíes buscan darles de comer a sus hijos y llevarlos a la escuela. No pierden la conciencia de la importancia estratégica de una buena enseñanza.

Y, a todo esto, ¿dónde está la Organización de las Naciones Unidas? ¿Dónde está? Está en Nueva York. Y en Ginebra. Desde la torre en Nueva York hay lindas vistas de la ciudad y el río. Los restaurantes alrededor pueden ser caros, pero ofrecen buenos platillos y mejores bebidas.

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