Las protestas contra la gentrificación se han multiplicado en la Ciudad de México. Las consignas son claras: frenar la expulsión de los habitantes históricos, detener la especulación inmobiliaria y garantizar el derecho a la vivienda. Sin embargo, detrás de algunas de estas movilizaciones, comienza a revelarse otro fenómeno igual de inquietante: el aprovechamiento político y económico de la causa social.

Lo que inició como una lucha legítima y urgente contra los abusos del mercado inmobiliario, ha sido, en algunos casos, secuestrado por líderes vecinales con agendas políticas o por grupos que, mientras marchan con banderas antigentrificación, también negocian con autoridades, partidos y hasta con inmobiliarias.

Es momento de decirlo con claridad: no todas las marchas contra la gentrificación son tan desinteresadas como parecen.

En algunos barrios, la “defensa del territorio” se ha convertido en una herramienta de presión. Hay liderazgos que, más que proteger a sus vecinos, buscan acumular poder político o capitalizar el conflicto para obtener beneficios personales. Estos grupos, que se presentan como los portavoces legítimos de la comunidad, muchas veces negocian privilegios o favores a cambio de controlar la protesta.

Incluso, existen casos documentados donde colectivos que se oponen públicamente a los desarrollos inmobiliarios, al mismo tiempo controlan predios o inmuebles donde lucran con subarriendos ilegales, mientras mantienen un discurso de resistencia popular.

Esto no significa, desde luego, que el problema de la gentrificación sea ficticio. Por el contrario, es una de las amenazas más graves que enfrenta la Ciudad de México. Pero permitir que esta causa sea manipulada por intereses particulares debilita la lucha y genera desconfianza entre los verdaderos afectados: los habitantes que de verdad están siendo desplazados, pero que no tienen ni voz pública ni poder político.

Si bien es cierto que la gentrificación está vaciando de habitantes originarios a los barrios históricos y, ha desplazado al comercio tradicional —exponente de la cultura que dio vida a la gran CDMX— sustituyéndolo por marcas transnacionales, también es necesario reconocer que la agresividad con la que se expresa este movimiento, diluye la autenticidad de una lucha social justa, convertida en algunos casos en moneda de cambio.

Por eso, es momento de mirar con atención no solo al mercado inmobiliario y a los capitales extranjeros, sino también a quienes se han erigido como “defensores” de las colonias. ¿A quién representan realmente? ¿Qué intereses están detrás de sus movilizaciones? ¿Quién se beneficia de que el conflicto siga abierto?

La verdadera defensa del derecho a la ciudad no puede nacer del oportunismo. La Ciudad de México necesita un debate honesto, libre de manipulaciones, donde los habitantes de a pie y no los caciques políticos o “líderes sociales” sean quienes marquen el rumbo. Las autoridades de la CDMX requieren abordar el problema de manera integral, con estudios y proyectos serios de factibilidad económica y sobre todo de desarrollo e impulso social.

El mal manejo de este tema ha rebasado ya nuestras fronteras, y está trastocando los intereses de la actividad comercial, turística, hotelera, gastronómica y de transporte terrestre y aéreo de nuestro país. Hoy, los canadienses ya solicitan a las autoridades de la FIFA, que la inauguración de la copa mundial de futbol en 2026 no sea en México por el peligro que enfrenta la comunidad internacional residente en nuestra ciudad, frente al nivel de agresión que representan los movimientos sociales con motivo de la gentrificación. Mas allá de que esto sea posible o no, lo que si queda, es la mala imagen de una ciudad que se ha caracterizado por abrir los brazos a sus visitantes y que hoy se percibe de manera totalmente opuesta.

Si la gentrificación expulsa a los vecinos, la politización de la lucha ahuyenta y sepulta las inversiones nacionales y las posibilidades de desarrollo económico y social tan necesario en estos tiempos complejos para nuestro país.

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