El Premio Nobel de Economía 2025 reconoció a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt por sus aportes sobre cómo la innovación, la competencia y el cambio tecnológico son los motores del crecimiento económico sostenible. Más que un galardón académico, es una advertencia oportuna para países como México, que aún dependen demasiado de mano de obra barata y poco de conocimiento propio.

Mokyr demostró que el progreso sostenido nace del conocimiento útil y de instituciones que lo promueven; Aghion y Howitt, por su parte, explicaron la “destrucción creativa”: cuando lo nuevo reemplaza lo viejo, la economía avanza. Pero para que esa fuerza sea virtuosa, requiere educación, competencia real y políticas que acompañen el cambio.

La economía mexicana lleva años atrapada en una paradoja: aspira al desarrollo, pero invierte poco en conocimiento. Según el INEGI, la productividad laboral apenas supera los 101 puntos, un avance marginal. México destina menos del 0.3% de su PIB a investigación y desarrollo, frente al 2.7% del promedio de la OCDE, y solo el 17 % de ese gasto proviene del sector empresarial. En educación, apenas una cuarta parte de los jóvenes obtendrá un título universitario, lo que limita la base de talento que una economía innovadora requiere.

El panorama industrial es igualmente contrastante. El 83% de las empresas mexicanas planea aumentar su inversión en tecnología, pero la mayoría busca solo mejorar eficiencia, no transformar su modelo de negocio. En un contexto de competencia global, esa actitud es insuficiente: innovar no es digitalizar procesos, sino crear conocimiento propio, arriesgarse a reemplazar lo viejo por lo nuevo, justo como sugieren Aghion y Howitt.

Mokyr, por su parte, recuerda que la innovación florece solo donde hay instituciones sólidas, libertad para experimentar y una cultura que premie la curiosidad técnica. En México, eso exige impulsar políticas públicas para fortalecer la educación superior, simplificar regulaciones y abrir espacio a nuevos actores económicos. Ha llegado el momento de ejecutar acciones concretas para retener y promover a nuestros talentos nacionales y poner fin a la histórica fuga, defender la investigación aplicada, los ecosistemas de innovación (incubadoras, clusters), la protección de la propiedad intelectual y la alineación del sistema de ciencia-tecnología con las necesidades productivas nacionales.

Aunque el crecimiento derivado de la innovación genera prosperidad, también puede generar disrupciones —pierden industrias, cambian empleos, se profundizan brechas si no hay políticas correctas—. Aghion advierte que sin vigilancia, la innovación puede acentuar desigualdades. En México, esto exige que el avance tecnológico vaya acompañado de formación laboral, redes de seguridad, movilidad social y políticas que garanticen que los beneficios del crecimiento se circulen.

El Nobel de este año nos deja una enseñanza clara: sin innovación no hay desarrollo duradero. México no puede conformarse con ensamblar tecnología ajena ni con competir por bajos costos. La prosperidad del futuro se construye con conocimiento, riesgo y competencia. Cambiar eso no es inmediato, pero sí necesario y hay que empezar cuanto antes. Innovar y competir no es una opción secundaria, es condición obligada para superar las adversidades y los dilemas que presenta el concierto económico global. Si México acepta ese reto, no solo podrá acercarse al ideal del crecimiento sostenible que los laureados resaltan, sino también traducirlo en bienestar para su sociedad.

La tarea por venir es conjunta, todos desde nuestras trincheras tenemos que dar el primer gran paso, cambiemos la forma de pensar e impulsemos el cambio desde nuestro ambito de acción generando una honda de choque expansiva; pasemos del si se puede al ya se pudo.

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