Vivimos tiempos de angustia. Una nueva era, dominada no por la esperanza del progreso, sino por el miedo, se extiende silenciosamente sobre nuestras sociedades. Este miedo, difuso y transversal, afecta a todos: al ciudadano de a pie, al empresario, al migrante, al periodista, al funcionario honesto y al joven que teme por su futuro. El miedo ha regresado con fuerza.
En México, el miedo tiene múltiples rostros. Uno de ellos es la violencia extrema, cotidiana e impune. Masacres, homicidios transmitidos en vivo a través de redes sociales, cuerpos abandonados en calles o puentes, comunidades desplazadas y la epidemia de las extorsiones, ya sea en su modalidad de cobro de piso o de paso. La gente dejó hace años de indignarse y ha comenzado a adaptarse, viviendo en un estado de alerta crónica que ya está teniendo efectos psicosociales. Se ha perdido la capacidad de asombro. La violencia dejó de ser noticia: es el contexto en el que vivimos.
Otro rostro del miedo es el avance del autoritarismo disfrazado de orden. En algunas entidades, se han aprobado reformas que permiten el uso discrecional de herramientas de inteligencia e intervención sin los contrapesos necesarios. La lógica es peligrosa, controlar al ciudadano “por su bien”.
Al norte de la frontera, el miedo se materializa en políticas migratorias punitivas y discursos xenófobos que están redefiniendo la narrativa electoral. La criminalización de los indocumentados, la persecución silenciosa de empresarios con vínculos incluso tangenciales con el sur y el uso expansivo de instrumentos como los del FinCEN —capaces de sancionar empresas, congelar activos e incluso cancelar visas familiares por meras sospechas— han creado una atmósfera de vigilancia constante. Ya no se necesita una condena, basta una duda. Hace algunos meses, en este mismo espacio, advertí que la declaratoria de Organizaciones Terroristas Extranjeras a los cárteles mexicanos traería consecuencias profundas. Este es el resultado de la impunidad mexicana de la que todos somos responsables en nuestro país. Este es el resultado de los abrazos y no balazos del sexenio anterior.
Mientras tanto, las guerras —en Europa oriental, Medio Oriente y África— no solo matan personas, sino que también alimentan la paranoia, justifican gastos militares y endurecen fronteras. La globalización, que prometía interconexión y entendimiento, se ha transformado en una red de amenazas interdependientes. Todo esto contribuye a un clima emocional colectivo que ya se ha estudiado en otras épocas: la sociedad entra en modo de supervivencia.
Como humanidad, estamos al borde de una transformación psíquica peligrosa, como me afirmó mi querido Mauricio Meschoulam. La era del miedo no solo afecta las decisiones políticas, sino que también condiciona nuestros vínculos, prioridades y empatía. En el caso mexicano, esto es especialmente preocupante porque se suma a un historial de dolor no resuelto, instituciones frágiles y una clase política más preocupada por el poder que por la cohesión social.
Lo peor del miedo no es que paraliza, sino que normaliza. Hace aceptable lo inaceptable. Convierte al ciudadano en súbdito y al disidente en enemigo. Frente a esta era, se vuelve urgente resistir desde la razón, la palabra y la construcción de comunidad. Porque si perdemos la capacidad de imaginar un país distinto, ya habremos perdido todo.
Especialista en seguridad