A unos días del asesinato del alcalde de Uruapan, han surgido múltiples lecturas técnicas, institucionales, políticas y emocionales que conviene ordenar con serenidad y rigor analítico.

Tras la tragedia han emergido versiones diversas: algunas con base técnica e institucional; otras, de uso claramente político-partidista. No sorprende: así ha operado México en las últimas dos décadas. Los carniceros del presente serán las reses del futuro, porque precisamente las reses del presente fueron los carniceros del pasado. Así funciona la política mexicana; la única diferencia entre unos y otros es el filo y lo sucio del cuchillo.

Primero. En cuanto al esquema de seguridad, ningún dispositivo, por sofisticado que sea, es infalible. La historia lo demuestra: Kennedy, Reagan, Trump, Juan Pablo II… y más recientemente Charles Kirk, activista republicano radical asesinado en Utah pese a los protocolos de resguardo que lo acompañaban. Todos esos casos evidencian que la combinación de oportunidad, sorpresa y decisión del atacante puede vulnerar incluso los esquemas más profesionalizados. Hacer un trabajo de inteligencia profundo y objetivo sobre la vulnerabilidad de figuras en riesgo es igual de importante que la custodia física. Aquí parece que no operó.

Segundo. De acuerdo con la información pública disponible y con base en mi interpretación personal de los datos emitidos por las autoridades, en Uruapan operaban tres niveles de protección: un anillo exterior compuesto por los catorce elementos de la Guardia Nacional; un segundo, a cargo de funcionarios municipales responsables de la logística y control de accesos; y un núcleo cercano, integrado por escoltas de confianza, probablemente con formación limitada. El análisis técnico deberá esclarecer cuál de esos niveles falló y tiene mayor responsabilidad, pero sobre todo si un ataque suicida, como parece haber ocurrido, era evitable dadas las condiciones del evento y el contacto cercano que el alcalde provocó con la ciudadanía. Revisemos el tema Colosio y las decisiones previas que se tomaron en el evento de Lomas Taurinas.

Tercero. El alcalde Manzo simbolizaba la valentía frente al crimen, pero esa frontalidad requiere una estrategia integral de protección. Su deseo legítimo de mantener cercanía con la gente —fuente de legitimación política— prevaleció sobre la prudencia que imponía su nivel de riesgo. Ese desequilibrio, probablemente alentado por su entorno más cercano o por la ansiedad de obtener apoyo social a su causa, resultó fatal.

Es necesario recordar que Manzo había confrontado de manera abierta a grupos criminales que históricamente han dominado sectores clave de la economía local. No debe descartarse que el ataque provenga no del grupo directamente enfrentado, sino de una organización rival que buscó imputar el crimen a su enemigo y desestabilizar la ofensiva estatal en la zona.

Cuarto. El propio alcalde había expresado públicamente su temor por ser asesinado. Ese reconocimiento, humano pero imprudente, proyecta vulnerabilidad y puede alentar a los agresores. En contextos de alta violencia, la narrativa también se vuelve un arma.

Quinto. Para mí, el principal responsable político de este hecho es el gobernador Bedolla. No puede ni debe sustraerse del escrutinio público. Ya es momento de que las y los gobernadores dejen de evadir la responsabilidad que les corresponde directamente en estos hechos y asuman su papel con dignidad y rendición de cuentas. No se puede seguir recurriendo a “papá gobierno federal” —bueno, hoy “mamá gobierno federal”— para que venga a dar la cara por ellos, a limpiar el enorme desaseo, las corruptelas, la complicidad y la cobardía que sus propias acciones representan. El video que circula, donde se percibe sarcasmo ante la mención de “abatidos” o “detenidos”, revela la tensión política con un alcalde que, desde el segundo municipio más importante del estado, proyectaba más autoridad moral que su propio gobernador.

Los cambios realizados en los primeros dos años de su gobierno en el gabinete de seguridad, al analizar los perfiles, muestran un patrón preocupante: sustituyó figuras probas y de reconocida trayectoria por otras de dudosa reputación, lo que alimenta sospechas sobre intereses inconfesables o compromisos adquiridos en campaña.

Sexto. El caso Uruapan exige una lectura integral: falló el equilibrio entre política y protección; persisten zonas grises en la coordinación de seguridad estatal, federal y municipal; y el uso político del crimen sigue siendo la norma, no la excepción.

Séptimo. Lo dicho por la presidenta Sheinbaum no representa novedad alguna: es la reiteración de recetas ya ensayadas en los gobiernos de Calderón y Peña Nieto. Sin embargo, lo que plantea requiere como condición sine qua non la confianza y el apoyo de una sociedad hambienta de justicia, elemento indispensable para que cualquier estrategia o política institucional de largo calado tenga viabilidad real. Esa confianza, hoy, parece imposible de obtener.

Como consecuencia, el escenario a corto y mediano plazo seguirá siendo profundamente desafortunado y desalentador para Michoacán, y por extensión, para un país que observa impotente cómo el crimen vuelve a marcar los límites del Estado y la limitación a las libertades de la sociedad.

Que descanse en paz Carlos Alberto Manzo Rodríguez, lo que en esta vida no pudo obtener.

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