Es difícil hacer un pronóstico sobre el resultado del próximo 3 de noviembre en Estados Unidos, por dos razones: el doble mecanismo de voto popular y voto electoral, lo cual ocasionó que en 2016 Hillary Clinton obtuviera 2,868,692 más de sufragios, sin embargo, Trump ganó la elección por los votos electorales; y también por las condiciones extraordinarias de la pandemia, y el hecho de que ahora Trump tenga Covid-19.
Con la pandemia Trump se ha mostrado como un presidente inepto que no ha manejado la crisis de salud y que ha exacerbado los ánimos sociales; ha reabierto una de las heridas históricas, el racismo. Ha generado un clima de negacionismo que hoy le cobra factura a su propia salud. Por estas y otras muchas razones, este presidente tendría que perder las elecciones del próximo 3 de noviembre, sin embargo, es preocupante que a 27 días de la elección la moneda siga en el aire. Estados Unidos podría tener cuatro años más de trumpismo.
Las elecciones son, además de un mecanismo para elegir gobernantes, una expresión de la salud o enfermedad por la que atraviesa una democracia. Estados Unidos tiene un sistema político presidencial que sirvió de modelo a muchos países en América Latina, entre ellos al nuestro. Hace unos años, cuando en México se daban luchas importantes por el voto sin trampas, las democracias fundadoras y consolidadas celebraban comicios con una completa seguridad en sus instituciones y en su votación. No había sospecha de fraude. Con Trump hemos llegado a un extremo que resulta difícil de considerar: la posibilidad de que el 3 de noviembre se inicie un gran conflicto poselectoral, incluso con violencia de por medio. Estamos hablando de un país cuya democracia tiene 240 años de existencia. A ese extremo llevan las amenazas trumpistas en caso de perder la elección. El tufo de decadencia que ha dejado la administración trumpista inunda el clima político. Hoy tiene mucho sentido esa definición de que una democracia es un sistema para cambiar de gobierno (deshacernos de un mal gobernante) sin derramar sangre y sin violencia.
Resulta sorprendente ver de qué forma se han movido los parámetros para entender un sistema democrático. Estados Unidos, con toda su arrogancia de país poderoso, ha tratado de imponer su modelo en otros países más débiles. Hoy, esa pretensión sería motivo de burla, daría para un meme. El debate que vimos entre Biden y Trump fue un foco rojo que anunció una confrontación sin reglas y un resultado incierto; pero no porque no se vaya a saber el resultado, sino porque Trump ya amenazó con desconocer su derrota, porque afirma que sólo mediante un fraude podría perder. Esta situación nunca ha pasado en ese país, porque desde 1792 el perdedor siempre ha aceptado su derrota. Con Trump, Estados Unidos retrocede a los tiempos de las elecciones fraudulentas en México.
Llama la atención que la ventaja del candidato demócrata no sea mucho más amplia y que Trump todavía sea un candidato competitivo. Ese empresario metido a político, que es dueño de un conglomerado empresarial, no pagó impuestos en 11 de los 18 últimos años, y en 2017 sólo pagó 750 dólares, porque supuestamente sus negocios reportan enormes pérdidas, como lo reveló hace poco el diario The New York Times (28/09/2020). Trump puede ser un delincuente fiscal. Quizá por eso el senador Bernie Sanders lo señaló “el presidente más corrupto en la historia del país”.
Con Trump la democracia estadounidense se ha debilitado porque llegó al poder un presidente de ultraderecha, antiliberal y supremacista, que se ha dedicado a romper reglas, ha generado más desigualdad y violencia. Ahora que tiene Covid-19 la elección ha entrado en una zona de mayor incertidumbre, pero las preferencias mantienen a Biden a la cabeza. ¿Perderá Trump?