Hace cuatro años una cirugía de cervicales me llevó a un mes de recuperación en casa. El uso del collarín y las indicaciones médicas me alejaron de la computadora y de la calle, del trabajo y de la vida social. Puedo decir sin titubeos que fui feliz porque redescubrí el silencio.
No es que sea necesaria una cirugía mayor para entrar en ese proceso, pero a mí me obligó a vivirlo. El silencio me llevó a saberme vulnerable, a poner un alto en el camino, a reconocer que el mundo gira igual sin mi presencia y a entender que si tienes la oportunidad de seguir respirando, de mover las piernas y los brazos, de mirar y escuchar, hay que celebrarlo día a día y sin regateos. Podía leer y cada tarde veía una o dos películas, que era mucho ya, pero fueron los ejercicios de fisioterapia los que me regalaron cada día un clavado hacia dentro, un encuentro con mi propia pequeñez, un espejo retrovisor a los problemas y a las necesidades que me invento, a las mil y una distracciones que me impiden ver lo importante.
Hoy un virus planetario seguramente nos llevará a todos por un tiempo a casa. Los gobiernos, organizaciones e instituciones más conscientes y responsables cancelan espectáculos, teatros, museos, festivales, clases en escuelas y universidades. Justo en el momento en que el planeta ha alcanzado una interconexión sin precedentes, la pandemia del coronavirus nos aleja físicamente de los demás, se suspenden los viajes, se cierran las fronteras, se sugiere no ir a gimnasios o a parques… y se prohíben los besos y los abrazos. Hay una crisis financiera y en sistemas de salud, problemas económicos aún indescifrables… Un evento de esta magnitud seguramente sacudirá al mundo y se replantearán las prioridades. Porque si entre los gobiernos percibimos más mezquindad que compasión hacia los países más afectados, entre la gente común vemos escenas como la de los italianos que cantan arias desde sus balcones, la de los españoles que sacan sus tableros musicales al sol para organizar un palomazo a distancia con el vecino saxofonista o aquella en la que las vecinas ofrecen hacer la compra a los ancianos de su edificio en Madrid…
Este fin de semana llegó a mis manos un regalo: Biografía del silencio, de Pablo d’Ors (Siruela, 2012). Desconocía a este escritor, filósofo, teólogo y sacerdote católico que promueve la meditación. Y no es necesario ser religioso para agradecer, en estos días de incertidumbre, tanta sabiduría. Porque, en la víspera de nuestro muy probable aislamiento, cuando vivimos dudando de todos, nos habla del valor de la confianza; cuando hay quienes se afanan en dividirnos, insiste en la unidad con los otros: “Yo soy tu, soy la naturaleza y soy el universo”; cuando cada cinco minutos nos llegan instrucciones “para entretenernos en casa”, él hace hincapié en la importancia de la espera, la quietud y la interiorización: “Se limpia la mirada (…) el oído se afina hasta límites insospechados, y empiezas a escuchar el verdadero sonido del mundo”. Profundiza en la ligereza y el desapego: “Cuando no nos agarramos a nada, volamos”.
El filósofo escribe sobre el papel del silencio para asumir nuestras responsabilidades; critica ese afán nuestro de enamorarnos del drama “para no aburrirnos” y de inventarnos problemas cuando en realidad “ninguna carga es mía si no me la echo a los hombros”. Descubrir que no podemos realizar determinada tarea “puede ser una liberación” y la convalecencia “una merecida vacación”.
El silencio, para Pablo d’Ors, “es una llamada (…) a entrar a no se sabe dónde, la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial, en la creencia de que desnudos nos encontramos mejor a nosotros mismos” aunque para eso —advierte— hace falta una extraordinaria humildad.
Sé que encerrarse en casa, los que podemos, puede ser más bien un privilegio. Pero meditar en silencio podemos hacerlo todos, para percatarnos “de que la vida es un viaje espléndido y que para vivirla solo hay una cosa que debe evitarse: el miedo”.
adriana.neneka@gmail.com