La entrevista con Rafael Cauduro sucedió en dos tiempos. Primero en La Tallera Siqueiros donde pintaba en 2007, junto con Carla Hernández, los murales para la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Continuó en su casa, donde Christa Cowrie retrataría a la pareja creativa para el libro Intimidades. Pero cuando llegó la pintora a la cita, se generó un diálogo inesperado.

A unas cuadras de La Tallera Siqueiros en Jardines de Cuernavaca está la casa de Cauduro. Se trata de un espacio devorado por su propia obra. Nos sentimos dentro de un gran cuadro del maestro, donde las paredes reales se confunden con los muros de su pintura, donde sus personajes, bellos y perturbadores, están tan presentes como las personas que ahí viven. Palpitan sus ángeles y tzompantlis, nos atrapa Sodoma y Gomorra, recorremos El retablo de los éxtasis… Y, en el jardín, las esculturas de Carla Hernández.

Cauduro y Carla se habían divorciado, pero tenían una relación virtuosa en el arte. Él hablaba de “nosotros” todo el tiempo. Detallaba la experimentación en equipo con tridimensionales, cachos de pared y bardas de terreno con pedazos de vidrio, y de varillas, de altorrelieves pintados que semejaban paredes… “Pintábamos un cuadro sobre otro, a veces hasta cuatro cuadros sobre uno, después despellejábamos alguno, la pintura se tiraba. Luego comenzamos a trabajar con metales y texturas, y luego ácidos, fierros, y no parábamos, le poníamos a la obra cualquier porquería que comprábamos en las tiendas de químicos, todo lo que se nos ocurría… después ya cometíamos barbaridades porque producíamos gas, gas de cloro, poníamos ácido sulfúrico por aquí y otra locura por allá… Un día llegó un químico y nos advirtió que dos de los materiales si llegaban a derramarse juntos, daban la fórmula de la cámara de gases. Entonces fuimos a deshacernos de todas las porquerías que teníamos. Pensábamos que jamás venderíamos esas obras porque no podíamos garantizarles cien años, pero no nos íbamos a traicionar poniéndole cera o algo que detuviera el proceso, porque precisamente el tema era el deterioro (…)”. Sin saberlo, el maestro Cauduro respiraba tóxicos que acabarían por enfermarlo, deteriorar su propia salud y darle muerte años después.

“Llegamos a (…) la fundación de un nuevo lenguaje en pintura, y así estábamos todo el día, con ese tema subyacente que es el deterioro…” Murales hicieron juntos en Vancouver, en el Metro Insurgentes, y en la Suprema Corte.

Carla esperaba reconocimiento, sobre todo del genial artista. Él se negaba a calificarla. “Hay dos formas de ver la obra: está el arte que convence y el arte que pervierte. Estamos acostumbrados al primero, nos enseñan a que nos guste esto y que lo otro nos disguste, nos dan cánones de una serie de cosas. Y nos volvemos muy obedientes (…) Y finalmente nos pueden convencer, porque el convencimiento es una parte racional. El otro, te entra por la parte emotiva, te mueve y te cambia. Esa es quizás la ambición más grande que existe en el arte”.

Por eso, él prefería hablar de perversión: “El arte enoja a la gente, los artistas verdaderos tienen disidentes. No ha habido un buen artista que no tenga un público muy enojado. Los artistas menores, esos sí tienen públicos contentillos, sin mayores molestias o inquietudes. Entonces, Carla, eso de que ‘dime que soy una gran artista’ es como del lado de la convención, ¿me entiendes?”.

“Todos los seres humanos necesitamos ser reconocidos”, insistía Carla. El diálogo se torna infinito. Él nunca dice lo que ella espera. Sólo las manos del artista corresponden a sus deseos y rebasan sus expectativas.

adriana.neneka@gmail.com

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