Rocío Guadarrama lleva décadas de estudio en precarización laboral desde la Sociología del trabajo. Un día, su hijo Emiliano le dijo que estudiaría Música y una carrera más que le diera para vivir, porque sabía que “de músico me voy a morir de hambre”. Ella le contestó: “De todos modos te vas a morir de hambre, así que muérete haciendo lo que te gusta, muérete feliz”.
Doctora en Ciencia Social con especialidad en Sociología por El Colegio de México y profesora de la Universidad Autónoma Metropolitana, Guadarrama Olivera publica su libro Vivir del Arte. La condición social de los músicos profesionales en México (UAM, Unidad Cuajimalpa) en el momento más oportuno, cuando cientos de trabajadores de la cultura, artistas, proveedores de servicios y talleristas han decidido manifestarse ante la falta de pagos y de condiciones laborales dignas por parte del gobierno federal y el de la Ciudad de México. Su consigna: “No vivimos del aplauso” recorre las redes virtuales y se hace visible en las calles y en las oficinas de Secretaría de Cultura. Y es que, si bien la investigación se especializa en los músicos, sus conclusiones aplican a las profesiones artísticas en general. Porque éstas “son un laboratorio extraordinario para entender el proceso de precarización del trabajo en el mundo”, como escribe Pierre-Michel Menger.
La inestabilidad, la falta de seguridad social, la contratación temporal sin derecho a antigüedad, el outsourcing, el co-working, la incertidumbre, la vulnerabilidad en caso de un despido, la inexistencia de seguros médicos o pensiones… son rostros de la precarización laboral que coinciden con la de los trabajadores creativos.
Prevalece, me comenta Rocío, una concepción romántica del concepto “artista”, como aquél tocado por un don que nos adorna la vida y se entrega a escribir, pintar, componer y reflejar el mundo “por amor al arte”. Se olvida que comen, tienen familia, accidentes de trabajo, obligación de pagar la luz, enfermedades... Se pasa por alto que, en México, dependen de la política cultural del sexenio, del beneficio del reconocimiento o el rechazo del gobernante o del funcionario en turno y de los mecenas privados. Esto, aunado a la heterogeneidad de su formación o a las varias maneras de insertarse en el mercado y de la necesidad de vivir de “multiempleos” (Philip Glass, a sus 40 años manejaba un taxi en Nueva York para poder hacer su música) hace difícil que se organicen y explica por qué hay tan pocos sindicatos.
Los artistas en México constituyen el 3% de la población económicamente activa y al mismo tiempo es el sector que ha crecido más en los últimos años. Cabe recordar que hay dos iniciativas para su incorporación en la seguridad social (una de 2011 y otra de 2018) guardadas en los cajones del Congreso. Si el sector ha recurrido “al grito” para ser escuchado es porque el mismo Estado, advierte Rocío, viola los derechos y reglas establecidos por la Organización Internacional del Trabajo. En el fondo está la falta de reconocimiento a la actividad creativa como “un trabajo” con particularidades. Un concepto que la UNESCO promueve desde hace 40 años para poner en el centro la definición social del artista, en el marco de los derechos humanos, económicos, sociales y culturales.
La autora advierte que en México la política cultural ha favorecido la producción creativa. Así, el Estado, acompañado de otros actores sociales y empresariales, se ha colocado en el centro de esta fórmula de desarrollo cultural “sin una propuesta integral sobre la condición social de los artistas, creadores y gestores culturales”.
Vivir del Arte es un clavado a la precarización y las alternativas posibles en el campo cultural. Ojalá que las autoridades lo lean y los artistas encuentren “una radiografía que permite reflexionar quiénes somos, qué queremos, cómo construir una identidad profesional que vaya orientada a dignificar la ocupación y el reconocimiento de lo que hacemos”.
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